Blog de crítica de la cultura y otras balas de fogueo al gusto de Óscar S.

Encuadre: página de "Batman: Year One", Frank Miller y David Mazzucchelli, 1986-7, números 404 a 407 de la serie.

jueves, 30 de junio de 2011

Rousseau en blanco y negro

Hoy, en la era del triunfo definitivo de la “peste” de los efectos especiales (como decía Mankievich poco antes de retirarse), cuando la novísima reproducción en 3D casi se ha convertido en rutina e incluso ya nos atemoriza un tanto la comunicación inalámbrica de imágenes, datos y sonido a través de pequeños instrumentos de bolsillo, vivimos tiempo ha sin embargo entre fotógrafos y hombres de cine que capturan o ruedan en el austero blanco y negro de nuestros tatarabuelos con la intención evidente de conferir un mayor verismo a los documentos visuales que se juzgan más graves o serios de lo usual, como si sólo un artificio semejante pudiera hoy fingir la fidelidad en la representación de las más crudas realidades que el hombre contemporáneo parece haber olvidado desde que brotó el hongo atómico. Y, de hecho, hay que decir que a nuestro parecer así es: la naturaleza del s. XXI es elaborada ficción de naturaleza, es decir, una imagen más entre otras imágenes cuya única señal distintiva con respecto a las de radice artificiales consiste en su mayor complejidad de fabricación, ya que estas últimas, al ser sometidas a una nueva transformación, como ésta se aplica sobre un código ya dado de procesamiento, se re-diseñan como las consabidas rosquillas, mientras que las imágenes que buscan expresar la así llamada “naturalidad” se encuentran con el obstáculo de tener que ser concebidas desde el principio y vueltas a concebir una y otra vez conforme al ritmo en que se vaya quemando la “sugestión de realidad” que aún pudieran conseguir sus antecesoras.

En los tiempos en que los que vivió Jean-Jacques Rousseau, la cosa no presentaba tampoco perfiles muy distintos de los actuales, aunque a una escala diferente. Las técnicas, la industria, el comercio, las comunicaciones, las formas sociales, etc., avanzaban (o, si no comulgamos con este lenguaje, digamos simplemente que se organizaban de una manera cada vez mayor y más sofisticada) a pasos agigantados ante la desconcertada mirada del hombre común de aquella época, haciéndosele progresivamente más arduo concebir una idea clara acerca de que sea aquello que con tanta espontánea ingenuidad el hombre renacentista o barroco denominaban, apenas sin reparar en ello, “naturaleza”. Más tarde sobrevendría a la conciencia romántica un malestar difuso y como un dolor de miembro perdido -que se convertiría en pocos años en abierta nostalgia- con respecto al sentido primigenio y perdido de la naturaleza y la vida natural, e hicieron entonces su aparición las apologías románticas de, por un lado, la vida salvaje (las famosas Atala y René de Chateaubriand o el Pablo y Virginia de Bernandin de Saint-Pierre, el movimiento prerrafaelista o después el fauve, la Pastoral de Beethoven, etc.), y, por otro, de unos fantasiosos “valores bravos y limpios” de la existencia medieval -todavía escritores posteriores, pongamos por caso Larra, y tan célebres hoy como C.S. Lewis, G.K. Chesterton o J.R.R. Tolkien, estaban convencidos de que los “oscuros siglos medios” no fueron tales, sino que conformaron el periodo álgido de la historia humana, a partir del cual todo ha sido declive, frivolidad y decadencia... Pues bien: el apóstol laico cuya obra y ejemplo personal permaneció siempre vivo en toda esta larga endecha en torno a la temática de la inocente y prístina naturaleza oprimida bajo la negra bota (Black mills of evil, llamaba William Blake a las fabricas) del progreso técnico-industrial, fue precisamente el solitario excéntrico Rousseau, un pensador del activo e ilustrado siglo XVIII, justamente aquel en el que la maquinaria se puso en marcha a plena potencia de un modo ciertamente imparado, si no imparable.

Con sus solas y desquiciadas fuerzas, en efecto, Rousseau en realidad desencadenó más de un proceso esencial para entender las raíces de nuestra cultura, aunque el fundamental en lo que se refiere a su influencia postrera fuese este de la invención de una imagen de la naturaleza más parecida para sus contemporáneos a la de los bellos jardines rococó del palacio de Trianón de María Antonieta que a los bosques, valles y cañadas que aterrorizaban y llenaban de misterio a los caballeros medievales. Alguien tendría que haber hecho, en nuestra opinión, una parodia de los “hombres naturales” de Rousseau equivalente a la que Cervantes hizo de los libros de caballerías siglo y pico antes, y ese “alguien” fue sólo en parte su amado archienemigo Voltaire. Porque es un hecho que -no obstante su certidumbre in pectore de que se había ausentado junto con la divinidad misma quizá para siempre-, el siglo XVIII produjo un sin fin de apasionadas obras en todas las áreas del pensamiento, las ciencias y las artes acerca del qué, el donde y el cuándo de la verdadera Naturaleza (la mayoría de ellas portando este término en su mismo título), y sobre las diferentes formas de recuperarla o acceder a ella. Una de las más principales e influyentes -a Kant, por antonomasia, le fascinaba- es sin duda el Emilio de Rousseau, obra edificante tejida alrededor de la idea de la educación del hombre integral a través de una pedagogía natural o ceñida a la naturaleza. Seguramente todos hemos visto la película de François Truffaut en la que el director, basándose en una historia real de aquel siglo -y por tanto en el blanco y negro de lo realmente real que mencionábamos-, pretende mostrar la tesis de la nobleza innata de un “niño salvaje” criado sin contacto alguno con la sociedad humana. Rousseau, en su Emilio, no llega tan lejos -aunque el espíritu es el mismo-, puesto que en su modelo de educación natural caben también ese tipo de primeros oficios sociables que la civilización griega hubiese considerado como propios de esclavos. El tratado-novela o novela-tratado, de cualquier manera, es de un gran valor y su lectura ha inspirado a una miríada de pedagogos pasados y todavía presentes aunque sólo sea en el aspecto de conseguir el firme establecimiento en la mente del educando de una crucial distinción para esta extraviada vida entre tener o ser (por decirlo con el título famoso de Erich Fromm), pero eso de ningún modo significa que en la actualidad resulte para nosotros de recibo, hasta el punto de que si alguien nos habla ahora bienintencionadamente de una educación al margen de cualesquiera instituciones existentes o posibles, lo mejor sería que nos lo imaginemos tocado de librea, calzones y peluca empolvada, además de decolorado en un riguroso y puritano blanco y negro.

miércoles, 29 de junio de 2011

Al principio era ELLA

En 1910, las sufragistas inglesas se manifestaban por las calles y frente a los edificios públicos con pancartas reivindicativas de su justo derecho al voto; una de esas pancartas, la más audaz de ellas, decía -Virginia Woolf lo cuenta y existen fotografías que lo atestiguan- “DIOS ES MUJER” ¿No es acaso esto ya exagerar demasiado?: una cosa es luchar en la tierra por el reconocimiento civil de más de la mitad de sus efectivas pobladoras -lo cual, así expresado, suena muy razonable-, y otra muy distinta “asaltar los cielos” para hacerle una operación de cambio de sexo a las potestades supremas. Sin embargo, el propio Juan Pablo II declaró hace unos años la obsolescencia de la vieja iconografía clásica de la liturgia católica que representa a la divinidad como a un venerable anciano de larga barba blanca más bien fortachón y ceñudo y aposentado en un alto trono de nubes (los motivos de esta medida papal fueron, por otra parte, claros: los niños del siglo veintiuno podrían confundirlo con Papa Noel...) El Dios hebreo y cristiano es Padre, de eso no cabe duda -una especie de colérico Patriarca o Jefe de Tribu en el Antiguo Testamento, o de Padrazo preocupado y sufriente en el Nuevo-, pero entonces el Sumo Pontífice nos aclaraba que toda esta parafernalia “machote” había que interpretarla de un modo simbólico (siempre y cuando, desde luego, las ordenes sacerdotales sean prerrogativa exclusiva de los hombres: eso es absolutamente intocable). Es cosa sabida que los ángeles son una suerte de indocumentados sin sexo ni profesión, teológicamente hablando -por cierto: este tipo de seres diletantes y neutros jamás existieron como tales en las mitologías antiguas, de las que no obstante proceden despojados de todas sus atribuciones-, y ahora resulta que la propia Deidad se halla en las mismas lamentables circunstancias: Espíritu Puro, sus rasgos identificatorios, lo que llamaríamos Su “Personalidad”, es sólo metafórica, antropomórfica (a imagen y semejanza, casualmente, del propio Papado, este sí simbólico de pies a cabeza).

Con esta nueva toma de postura, parece que Iglesia se ha vuelto finalmente de la religión de Voltaire -el Teismo-, en vez de desaparecer, como realmente quería el polemista francés. Pero tal vez sea porque no han contemplado la otra alternativa: ¿y si aquellas provocadoras chicas de principio de siglo pasado tenían un asomo de razón en lo que decían? ¿porque no iba a ser Dios una Madre, porque no venerarla a Ella en vez de a Él? No es una hipótesis tan inverosímil: la Tierra, sin ir más lejos, es femenina, es una Madre; la Vida, así en abstracto, nos atreveríamos a decir que también; igualmente la Luna, la Magia, la Carne, la Sabiduría, la Noche, la Imaginación, e incluso la Muerte, parecen ser desde antiguo potencias femeninas, y no sólo en nuestro idioma. De hecho, las religiones más arcaicas de la humanidad seguramente pensaron así el orden sagrado: estudios arqueológicos, antropológicos y también -¿por qué no decirlo?- patafísicos (la ciencia de las soluciones imaginarias, según Jarry), parecen abonar la tesis de que para nuestros más remotos ancestros -y todavía hoy para algunas poblaciones primitivas-, lo divino es Mujer, principio de prodigalidad, natura naturans, surco de fertilidad, vientre fecundo. Es posible también que estos cultos den testimonio de la probable existencia de las legendarias sociedades matriarcales -en la Creta minoica o en las Islas Baleares, por ejemplo-, pero por desgracia no hay ninguna constancia científica de ello ni puede fácilmente haberla, puesto que cuando el experto busca vestigios de organizaciones de poder femeninas lo hace armado del prejuicio que supone proyectar el esquema sobradamente conocido de las masculinas, y no hay otro. Por todo ello, en fin, lo único que podemos afirmar con certeza es que la veneración de númenes femeninas, por su carácter íntimamente local y unido a la tierra natal, se presta blandamente al politeísmo y por tanto a la aceptación del culto a otras divinidades en lugares remotos -cosa que no puede decirse del actual andro/teismo, por así llamarlo). El resto, realmente, es leyenda, y por eso hemos de inscribir esta especulación dentro de los ilimitados límites de la patafísica, en vez de encuadrarlo en el marco de la antropología –y traer aquí, por ejemplo, pasajes de Claude Levi-Strauss.

No obstante, Robert Graves aplicó su gran erudición sobre mitología griega a tratar de demostrar patafísicamente que el fenómeno de estas religiones femeninas es más originario y fundamental que el del tradicional y manoseado “androteismo”. Graves desconfiaba del “genero neutro” en asuntos sagrados (al cual pertenece, desde luego, la filosofía misma, puesto que el lógos es neutro), en parte como fruto de sus indagaciones sobre el origen de la poesía, y en parte influido por la fascinación casi perversa que ejercía sobre él Laura Riding, famosa poetisa norteamericana y consumada bruja -en el sentido más estricto del término- con la que convivió tormentosamente durante algunos años. Resultado de estas convicciones y conjeturas fueron, entre muchos otros, los libros La Diosa Blanca (prolijo tratado sobre una poesía y una teología hembras), La Hija de Homero (novela en la que expone su idea de que La Odisea fue escrita por una mujer, Naussica) o El Vellocino de Oro, en el cual ya en el prólogo ficcionaliza el hipotético trauma vivido en la transición del paradigma femenino al masculino. Más, en general, todas sus demás novelas -no por alimenticias, menos valiosas e interesantes- esconden una Dea ex machina en la forma de real señora a los mandos o cuyo punto de vista se muestra el óptimo para encarrilar la situación. Resulta sugestivo leerlas todas bajo esta clave, no vaya a ser que Ella nos sea desfavorable…

martes, 28 de junio de 2011

Invectiva respecto a la próxima visita del Ratzinger, por Lola C.

El próximo 18 de agosto viene el Papa a Madrid, y con él la horda de peregrinos sin esclavina, ni calabaza ni pecados que expiar…vamos, digo yo, puesto que vienen protegidos por un seguro, beben y se duchan con el agua del Canal de Isabel II (aún sin privatizar) de nuestro instituto y no pasan ninguna fatiga, cosa sólo propia de aquél que algún pecado tiene que hacerse perdonar. Mientras tanto, los profesores de la enseñanza pública -incluidos esos marginados que son los profesores de religión- pasamos un verdadero calvario para transmitir aconfesionalmente nuestros saberes a lo largo del curso, eso sí, sólo por la mañana; que las tardes están, si acaso, para programas de refuerzo vendidos al mejor postor. ¡Lo nuestro sí es peregrinación, un vía crucis didáctico con voto de pobreza y abstinencia intelectual! Pero claro, no es lo mismo ser pecador que mear agua bendita…

En el artículo 16.3 de nuestra Carta Magna, España se declara aconfesional, es decir, que no nos adscribimos, en cuanto a lo público, a ninguna religión, si bien es cierto que tampoco rechazamos ninguna; es más, declaramos un especial vínculo con la Iglesia católica, acuerdos con la Santa Sede incluidos. Por lo que se refiere a la cosa privada, cada cual puede rezar a quien quiera, como Dios y el artículo 16.1 de la Constitución mandan. ¿Y qué tiene esto que ver con nuestro instituto público? Nada, excepto la honrosa excepción de un profesor de religión que, por la gracia del obispo de turno, goza de un contrato basura a cambio de no tener que pasar unas oposiciones públicas y comulgar con la doctrina del nuncio.

Pero en agosto está de vacaciones hasta la aconfesionalidad. Y el instituto se abre a las ofertas de las instituciones privadas. Invitamos a unos peregrinos a pasar unos días por un módico precio y así podremos el curso próximo comprar alguna pizarra digital o incluso taquillas para nuestros deslomados alumnos. Si lo hacemos bien, el año que viene, y en virtud de la aconfesionalidad constitucional, podremos extender la oferta a los derviches danzantes, a los budistas del Tíbet, a los coloristas rituales hindúes, a las sonoras parroquias de gospel americano o al Consejo de Delegados del Banco Santander. Seguro que la Consejería de Educación no pone ningún inconveniente si con ello podemos dotar de más y mejores infraestructuras didácticas al centro.

Por tanto, pido en este claustro que demos la bienvenida al Papa, a sus acólitos y a todo el maná privado que a partir de ahora nos va a caer en agosto desde el cielo del Instituto PÚBLICO Santamarca.

Si es que con este nombre antes o después tenía que caer.

                                                                                                                                    Otros indignados.