La
novela es la epopeya de un mundo sin dioses.
György
Lukács
El
digno arte de la polémica literaria o filosófica cuyo espacio es la
prensa pública parece que está de capa caída en España, pero hubo
un tiempo no demasiado lejano en que Francisco Umbral se batía con
Fernando Sánchez Dragó, Arturo Pérez Reverte con Francisco Rico, o
Javier Marías con medio mundo intelectual hispanohablante. De las
muchas querellas en las que Marías mostró su estilo de esgrimista
del idioma de manera firme pero elegante la que más huella dejó en
mi memoria fue la que sostuvo con Eduardo Mendoza, allá por 2003 o
2004, si no recuerdo mal, a propósito de la entidad misma de la
tarea literaria. Antes había librado diversas batallas por escrito
que todos los aficionados a las letras seguíamos con pasión, como
la entablada con Gracia y Elías Querejeta a causa de la adaptación
cinematográfica de Todas
las almas,
o aquella otra tal vez menos afilada, pero también acre, que
enfrentó al novelista con la familia de José Luís López-Aranguren,
Mauro Armiño y Javier Muguerza, por no hablar de los muchos
sarpullidos que solía levantar su columna semanal en su diario de
referencia.
Fueron
sin duda enfrentamientos duros, pero no sucios, y en los que todas
las partes -¡todas las almas!- salieron más o menos bien paradas,
aunque únicamente fuera por lo educado y bien hilado de los
intercambios (si hubo alguna que otra puñalada, hay que reconocer
que fue con daga labrada en plata, como en una obra de Shakespeare).
No obstante, como digo, mi polémica favorita tuvo lugar con el
barcelonés Eduardo Mendoza, que como todos sabemos es un señor
afable con el que es bien difícil que la sangre llegué a tintar el
río. Mendoza, que en ningún momento había aludido a Marías,
defendió en un diario de ámbito nacional el cansancio universal de
la producción novelística, bajo el argumento de que -cito
literalmente- “el
viejo símil de la novela como espejo siguió en pie, pero ahora ese
espejo sólo reflejaba una persona leyendo una novela”,
es
decir, que del viejo sueño cultural de la novela como informe y
acaso reforma de la realidad social quedaba poco o nada, debido, en
su opinión, a que “la
ausencia de un trauma colectivo y lo relativamente previsible de los
destinos individuales no permite echar el vuelo a la imaginación”.
A mí, en su momento, esta posición de Mendoza me pareció bastante
razonable, y eso que ni siquiera abundaba demasiado en la situación
de debilidad a que la competencia de la televisión y el cine ponen a
la empresa literaria, pero entonces de repente Marías, como un
paladín de brillante armadura, salió al paso del desengaño de
Mendoza con una distinción crítica pertinente y brillante, esa que
él proponía entre “novela de entretenimiento” y “novela de
discernimiento”. Las primeras, “de entretenimiento”, tienen sin
duda una sana tendencia a reproducirse ilimitadamente, siempre y
cuando el cine de evasión -que a este nivel las iguala e incluso
supera-, no las torne obsoletas con el paso del tiempo. A este
respecto, la revitalización de los valores de la literatura menor o
“de aventuras” que desde hace unas décadas se intenta realizar
desde cierta crítica voluntariosa, no hace más que reforzar la
sospecha de que la novela “de entretenimiento” se encuentra con
un pie en el abismo abierto por la realidad virtual, los deportes de
riesgo, los videojuegos y, sobre todo, el cine/espectáculo.
En lo que se refiere a las
segundas, novelas “de reconocimiento”, serían aquellas, según
Marías, en las que nos encontramos reflejados a nosotros mismos y
nuestras relaciones con los otros y con el mundo con una mayor
hondura emocional y profundidad intelectual de lo usual en la vida
corriente –se corresponden, pues, con la magnífica máxima de D.
H. Lawrence: “una novela es la mejor manera de mostrar la
interrelación entre las cosas”. Pero también puede ser que sean
éstas, justamente, las “novelas de reconocimiento”, las víctimas
de una perdida de orientación y vigor tanto en lo que se refiere a
las innovaciones formales cuanto en lo que toca al valor y sentido de
sus temas o contenidos. Si, como sugería Goethe en conversación con
Eckermann, el papel que satisfacían el hado o los dioses en la
inspiración poética antigua había sido sustituido en la literatura
moderna por la política, y si esto fuera así desde los tiempos de
Balzac, Tolstoi, Faulkner, etc... ¿Qué será de la “novela de
reconocimiento” hoy, que vivimos en la era de la incredulidad en la
política y de la digitalización completa de la existencia? ¿Cómo
no va a reducirse hoy el antaño eficaz “reconocimiento” al puro
narcisismo privado de los que comparten ciertas perplejidades
particulares o determinadas sensaciones fugaces con el autor, jugando
a moverse en círculos en una suerte de literatura de la autofagia o
de la desesperación, que ya desde una primera impresión se nos
antoja fútil, vana, cuando no meramente ornamental o estetizante?
Javier Marías pensaba, en
esos años iniciales del presente siglo, que la novela no precisa de
traumas colectivos, ni de peripecias inesperadas del destino, sino
todo lo contrario. Había que ahondar, cavar en lo cotidiano, hasta
encontrar en su interior un filón de emociones y una corriente de
claros pensamientos. La novela es, en efecto, la crónica de un mundo
en que los grandes acontecimientos ya pasaron, como indicaba Lukács
en su Teoría
de la novela
de 1920. Eduardo Mendoza no pudo o no quiso oponerse a ello, y la
polémica se resolvió en términos cordiales. Sea como fuere, la
vida de una sociedad abierta y desarrollada es también la vida de
sus controversias culturales, desde Martín Lutero,
John Milton o el Siglo de Oro español hasta G. K. Chesterton,
Gustavo Bueno o Fernando Savater. Javier Marías, en sus muchas
desavenencias, forma ya parte incuestionable y para siempre de tal
noble e ingeniosa estirpe.
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