No hay que interpretar erróneamente o superficialmente los hechos: capitalismo y democracia constituyen un matrimonio muy consolidado al que la llamada "crisis" no ha hecho más que reafirmar en su conveniente unión hasta la muerte. Es como si el rico marido, el capital, hubiese sido descubierto por su encantadora esposa, la democracia, en una de las muchas aventuras de infidelidad que un recto cabeza de familia bien debe permitirse esporádicamente como válvula de escape para seguir cumpliendo con su duro deber conyugal. Ella ya lo sospechaba, todos los amigos de la pareja lo sabían, y más o menos se toleraba, hasta que ha sido pillado
in fraganti. Los hijos, ¿qué van a pensar ahora los hijos?... Por supuesto, el capital se arrepiente, más que nada de su torpeza, promete no volver a hacerlo, mima a la democracia durante un tiempo y un día cualquiera vuelve a las andadas. Mientras, los hijos encajan el escándalo, acuden al psicóterapeuta y allí y con el tiempo comprenden que hay que aceptar y perdonar: todo sea por el futuro de la familia, que peor nos las veríamos si fuesemos como esas tan ordinarias que se forman en el tercer mundo...