Blog de crítica de la cultura y otras balas de fogueo al gusto de Óscar S.

Encuadre: página de "Batman: Year One", Frank Miller y David Mazzucchelli, 1986-7, números 404 a 407 de la serie.

domingo, 25 de septiembre de 2022

Javier Marías como polemista



La novela es la epopeya de un mundo sin dioses.

György Lukács




El digno arte de la polémica literaria o filosófica cuyo espacio es la prensa pública parece que está de capa caída en España, pero hubo un tiempo no demasiado lejano en que Francisco Umbral se batía con Fernando Sánchez Dragó, Arturo Pérez Reverte con Francisco Rico, o Javier Marías con medio mundo intelectual hispanohablante. De las muchas querellas en las que Marías mostró su estilo de esgrimista del idioma de manera firme pero elegante la que más huella dejó en mi memoria fue la que sostuvo con Eduardo Mendoza, allá por 2003 o 2004, si no recuerdo mal, a propósito de la entidad misma de la tarea literaria. Antes había librado diversas batallas por escrito que todos los aficionados a las letras seguíamos con pasión, como la entablada con Gracia y Elías Querejeta a causa de la adaptación cinematográfica de Todas las almas, o aquella otra tal vez menos afilada, pero también acre, que enfrentó al novelista con la familia de José Luís López-Aranguren, Mauro Armiño y Javier Muguerza, por no hablar de los muchos sarpullidos que solía levantar su columna semanal en su diario de referencia.

Fueron sin duda enfrentamientos duros, pero no sucios, y en los que todas las partes -¡todas las almas!- salieron más o menos bien paradas, aunque únicamente fuera por lo educado y bien hilado de los intercambios (si hubo alguna que otra puñalada, hay que reconocer que fue con daga labrada en plata, como en una obra de Shakespeare). No obstante, como digo, mi polémica favorita tuvo lugar con el barcelonés Eduardo Mendoza, que como todos sabemos es un señor afable con el que es bien difícil que la sangre llegué a tintar el río. Mendoza, que en ningún momento había aludido a Marías, defendió en un diario de ámbito nacional el cansancio universal de la producción novelística, bajo el argumento de que -cito literalmente- “el viejo símil de la novela como espejo siguió en pie, pero ahora ese espejo sólo reflejaba una persona leyendo una novela”, es decir, que del viejo sueño cultural de la novela como informe y acaso reforma de la realidad social quedaba poco o nada, debido, en su opinión, a que “la ausencia de un trauma colectivo y lo relativamente previsible de los destinos individuales no permite echar el vuelo a la imaginación”. A mí, en su momento, esta posición de Mendoza me pareció bastante razonable, y eso que ni siquiera abundaba demasiado en la situación de debilidad a que la competencia de la televisión y el cine ponen a la empresa literaria, pero entonces de repente Marías, como un paladín de brillante armadura, salió al paso del desengaño de Mendoza con una distinción crítica pertinente y brillante, esa que él proponía entre “novela de entretenimiento” y “novela de discernimiento”. Las primeras, “de entretenimiento”, tienen sin duda una sana tendencia a reproducirse ilimitadamente, siempre y cuando el cine de evasión -que a este nivel las iguala e incluso supera-, no las torne obsoletas con el paso del tiempo. A este respecto, la revitalización de los valores de la literatura menor o “de aventuras” que desde hace unas décadas se intenta realizar desde cierta crítica voluntariosa, no hace más que reforzar la sospecha de que la novela “de entretenimiento” se encuentra con un pie en el abismo abierto por la realidad virtual, los deportes de riesgo, los videojuegos y, sobre todo, el cine/espectáculo.

En lo que se refiere a las segundas, novelas “de reconocimiento”, serían aquellas, según Marías, en las que nos encontramos reflejados a nosotros mismos y nuestras relaciones con los otros y con el mundo con una mayor hondura emocional y profundidad intelectual de lo usual en la vida corriente –se corresponden, pues, con la magnífica máxima de D. H. Lawrence: “una novela es la mejor manera de mostrar la interrelación entre las cosas”. Pero también puede ser que sean éstas, justamente, las “novelas de reconocimiento”, las víctimas de una perdida de orientación y vigor tanto en lo que se refiere a las innovaciones formales cuanto en lo que toca al valor y sentido de sus temas o contenidos. Si, como sugería Goethe en conversación con Eckermann, el papel que satisfacían el hado o los dioses en la inspiración poética antigua había sido sustituido en la literatura moderna por la política, y si esto fuera así desde los tiempos de Balzac, Tolstoi, Faulkner, etc... ¿Qué será de la “novela de reconocimiento” hoy, que vivimos en la era de la incredulidad en la política y de la digitalización completa de la existencia? ¿Cómo no va a reducirse hoy el antaño eficaz “reconocimiento” al puro narcisismo privado de los que comparten ciertas perplejidades particulares o determinadas sensaciones fugaces con el autor, jugando a moverse en círculos en una suerte de literatura de la autofagia o de la desesperación, que ya desde una primera impresión se nos antoja fútil, vana, cuando no meramente ornamental o estetizante?

Javier Marías pensaba, en esos años iniciales del presente siglo, que la novela no precisa de traumas colectivos, ni de peripecias inesperadas del destino, sino todo lo contrario. Había que ahondar, cavar en lo cotidiano, hasta encontrar en su interior un filón de emociones y una corriente de claros pensamientos. La novela es, en efecto, la crónica de un mundo en que los grandes acontecimientos ya pasaron, como indicaba Lukács en su Teoría de la novela de 1920. Eduardo Mendoza no pudo o no quiso oponerse a ello, y la polémica se resolvió en términos cordiales. Sea como fuere, la vida de una sociedad abierta y desarrollada es también la vida de sus controversias culturales, desde Martín Lutero, John Milton o el Siglo de Oro español hasta G. K. Chesterton, Gustavo Bueno o Fernando Savater. Javier Marías, en sus muchas desavenencias, forma ya parte incuestionable y para siempre de tal noble e ingeniosa estirpe.



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