En 1910, las sufragistas inglesas se manifestaban por las calles y frente a los edificios públicos con pancartas reivindicativas de su justo derecho al voto; una de esas pancartas, la más audaz de ellas, decía -Virginia Woolf lo cuenta y existen fotografías que lo atestiguan- “DIOS ES MUJER” ¿No es acaso esto ya exagerar demasiado?: una cosa es luchar en la tierra por el reconocimiento civil de más de la mitad de sus efectivas pobladoras -lo cual, así expresado, suena muy razonable-, y otra muy distinta “asaltar los cielos” para hacerle una operación de cambio de sexo a las potestades supremas. Sin embargo, el propio Juan Pablo II declaró hace unos años la obsolescencia de la vieja iconografía clásica de la liturgia católica que representa a la divinidad como a un venerable anciano de larga barba blanca más bien fortachón y ceñudo y aposentado en un alto trono de nubes (los motivos de esta medida papal fueron, por otra parte, claros: los niños del siglo veintiuno podrían confundirlo con Papa Noel...) El Dios hebreo y cristiano es Padre, de eso no cabe duda -una especie de colérico Patriarca o Jefe de Tribu en el Antiguo Testamento, o de Padrazo preocupado y sufriente en el Nuevo-, pero entonces el Sumo Pontífice nos aclaraba que toda esta parafernalia “machote” había que interpretarla de un modo simbólico (siempre y cuando, desde luego, las ordenes sacerdotales sean prerrogativa exclusiva de los hombres: eso es absolutamente intocable). Es cosa sabida que los ángeles son una suerte de indocumentados sin sexo ni profesión, teológicamente hablando -por cierto: este tipo de seres diletantes y neutros jamás existieron como tales en las mitologías antiguas, de las que no obstante proceden despojados de todas sus atribuciones-, y ahora resulta que la propia Deidad se halla en las mismas lamentables circunstancias: Espíritu Puro, sus rasgos identificatorios, lo que llamaríamos Su “Personalidad”, es sólo metafórica, antropomórfica (a imagen y semejanza, casualmente, del propio Papado, este sí simbólico de pies a cabeza).
Con esta nueva toma de postura, parece que Iglesia se ha vuelto finalmente de la religión de Voltaire -el Teismo-, en vez de desaparecer, como realmente quería el polemista francés. Pero tal vez sea porque no han contemplado la otra alternativa: ¿y si aquellas provocadoras chicas de principio de siglo pasado tenían un asomo de razón en lo que decían? ¿porque no iba a ser Dios una Madre, porque no venerarla a Ella en vez de a Él? No es una hipótesis tan inverosímil: la Tierra, sin ir más lejos, es femenina, es una Madre; la Vida, así en abstracto, nos atreveríamos a decir que también; igualmente la Luna, la Magia, la Carne, la Sabiduría, la Noche, la Imaginación, e incluso la Muerte, parecen ser desde antiguo potencias femeninas, y no sólo en nuestro idioma. De hecho, las religiones más arcaicas de la humanidad seguramente pensaron así el orden sagrado: estudios arqueológicos, antropológicos y también -¿por qué no decirlo?- patafísicos (la ciencia de las soluciones imaginarias, según Jarry), parecen abonar la tesis de que para nuestros más remotos ancestros -y todavía hoy para algunas poblaciones primitivas-, lo divino es Mujer, principio de prodigalidad, natura naturans, surco de fertilidad, vientre fecundo. Es posible también que estos cultos den testimonio de la probable existencia de las legendarias sociedades matriarcales -en la Creta minoica o en las Islas Baleares, por ejemplo-, pero por desgracia no hay ninguna constancia científica de ello ni puede fácilmente haberla, puesto que cuando el experto busca vestigios de organizaciones de poder femeninas lo hace armado del prejuicio que supone proyectar el esquema sobradamente conocido de las masculinas, y no hay otro. Por todo ello, en fin, lo único que podemos afirmar con certeza es que la veneración de númenes femeninas, por su carácter íntimamente local y unido a la tierra natal, se presta blandamente al politeísmo y por tanto a la aceptación del culto a otras divinidades en lugares remotos -cosa que no puede decirse del actual andro/teismo, por así llamarlo). El resto, realmente, es leyenda, y por eso hemos de inscribir esta especulación dentro de los ilimitados límites de la patafísica, en vez de encuadrarlo en el marco de la antropología –y traer aquí, por ejemplo, pasajes de Claude Levi-Strauss.
No obstante, Robert Graves aplicó su gran erudición sobre mitología griega a tratar de demostrar patafísicamente que el fenómeno de estas religiones femeninas es más originario y fundamental que el del tradicional y manoseado “androteismo”. Graves desconfiaba del “genero neutro” en asuntos sagrados (al cual pertenece, desde luego, la filosofía misma, puesto que el lógos es neutro), en parte como fruto de sus indagaciones sobre el origen de la poesía, y en parte influido por la fascinación casi perversa que ejercía sobre él Laura Riding, famosa poetisa norteamericana y consumada bruja -en el sentido más estricto del término- con la que convivió tormentosamente durante algunos años. Resultado de estas convicciones y conjeturas fueron, entre muchos otros, los libros La Diosa Blanca (prolijo tratado sobre una poesía y una teología hembras), La Hija de Homero (novela en la que expone su idea de que La Odisea fue escrita por una mujer, Naussica) o El Vellocino de Oro, en el cual ya en el prólogo ficcionaliza el hipotético trauma vivido en la transición del paradigma femenino al masculino. Más, en general, todas sus demás novelas -no por alimenticias, menos valiosas e interesantes- esconden una Dea ex machina en la forma de real señora a los mandos o cuyo punto de vista se muestra el óptimo para encarrilar la situación. Resulta sugestivo leerlas todas bajo esta clave, no vaya a ser que Ella nos sea desfavorable…
miércoles, 29 de junio de 2011
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