Y la caballería, en efecto, llegó tiempo después de la muerte de Descartes, en cuanto comenzaron a amontonarse estas lagunas, errores o descalabros en el avance de las ciencias. La solución a estos problemas ha sido propuesta desde muchos frentes, pero la más importante de ellas tiene un nombre bien propio y determinado: se trata, en términos filosóficos, de lo que se conoce como lógica dialéctica aplicada a las ciencias. Ésta -la dialéctica moderna, no la platónica- afirma que el error es la condición necesaria de la verdad, puesto que la verdad se manifiesta en el mundo única y exclusivamente como superación de los errores. El padre de todos los dialécticos o Dialectosaurius-Rex, G.W.F. Hegel, denominaba a este mecanismo de positivación del error -ya que el error deja de representar un puro fracaso para convertirse en un motor positivo- el “Trabajo de lo Negativo”: lo negativo, como en nuestras vidas, duele, sí, pero es fácil consolarse, pues trabaja para nosotros. De esta manera, la exposición del planetario de Madrid vino a ser finalmente una glorificación de la Astronomía a través de sus mejores albaceas: los bienhechores errores -y ésta es, de hecho, la idea que con toda seguridad habitaba en la cabeza de sus promotores, dialécticos sin saberlo. El truco está, claro, en que para pensar así la historia de la Astronomía o la de cualquier otra cosa hay que escamotear primero su verdadero fundamento, que es lo que podríamos llamar “la teoría de la relatividad” de los errores, que consistiría en suponer acríticamente que a los errores les corresponde ser siempre parciales y temporales mientras que no se duda de que la verdad es eterna y absoluta. La creencia cartesiana en el método científico sale así bien parada del trance e incluso reforzada, pues bien podemos ahora hablar de una sucesión y compartimentación de los métodos, de una verdad buscada para el propio método, de un meta-método del método que sería la propia dialéctica, y etc., etc. En epistemología Karl Popper se invistió en adalid para el siglo XX de estas estrategias, y antes también el gran sociólogo Max Weber (máximo teórico, por otra parte, de la mencionada diferencia entre el error científico y el político) defendía a la ciencia de cada tiempo por su carácter necesariamente erróneo.
Ahora bien, el gran “pero” que puede oponerse a la solución dialéctica es evidente: si rechazamos el truco que fundamenta la explicación procesual del método científico, es decir, si ponemos en cuestión nuestra imaginaria “teoría de la relatividad de los errores” -no por la interposición de un genio maligno a la manera cartesiana, sino sencillamente porque no hay medio de probarla-, entonces se nos muestra igualmente posible que sea a los errores a los que les corresponda una condición eterna y absoluta mientras que a las verdades sería a las que les tocaría el feo papelón de ser parciales y temporales, lo cual parece más acorde con la impresión que se lleva uno cuando estudia la historia de las ciencias desde fuera de ellas o la historia del mundo en general. ¿Y por qué no iba a ser realmente así? El propio Popper parecía estar a punto de formularlo de esta manera, pero conjeturamos que no se atrevía del todo porque con ello veía claramente asomar las consecuencias –Popper no era ni de lejos Martin Heidegger. Y las consecuencias son: desconfianza hacia el método (nunca hacia los logros de la ciencia como tal), insuficiencia de las líneas demarcadoras que actualmente separan lo que es declarado “científico” de lo que no lo es (¿qué serían Astronomía y qué Astrología en la exposición del planetario?), retorno de los sabios a su condición humana (descendería su prestigio, pero al mismo nivel que al de los políticos capaces de errar), y otras del mismo estilo, como la que haría del titular de El País el símbolo por antonomasia de la perfecta perogrullada (esos chicos saben de sobra que ni el Papa es infalible más que por decreto del propio Papa...)
En este punto cabe pensar en nuestras propias y pequeñas vidas, para las que, si, invirtiendo la frase de Tayllerand, lo peor no es que fuera un error, sino que fue un crimen, bastaría con ahorrárnoslo para vivir más serenos, humildes y comprensivos en la conciencia de nuestros queridos e inevitables errores.
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