Ojalá lo fuera. Pero no llega a tanto, raras veces la nicotina produce un goce irresistible. Más bien lo que produce ofuscación es su falta, que es distinto. De modo que basta de calificar a los infelices fumadores de viciosos, que sólo lo son en cuanto nocivos para sí mismos. Espe lo sabe, y por eso sería capaz de derogar tranquilamente la ley que prohibe ahumar los locales públicos. Total, esas humanos tubos de escape suavizan sus ansiedades y pagan impuestos. Unos benditos desde el punto de vista político y moral. Unos gilipollas desde el punto de vista sanitario y comercial. El ínclito Escohotado contaba que en el XIX el café fue prohibido en Rusia, y la gente se escondía en sótanos cladestinos a apurarse la tacita. Se cogían unos melocotones fenomenales, por lo visto: lo que es la sugestión. El fumador, en comparación, es un muerto ya antes de la planta de oncología. La prohibición total le vendría de lujo para alcanzar el rango de verdadero vicio. Mientras, para vicio, la lectura, y para virtud, caminar...
No obstante, hay algo que clama al cielo exigiendo una reparación. La adicción nos fue impuesta en nombre de valores abstractos (la virilidad, por ejemplo, también para las mujeres) que se disipan antes que el humo, y durante generaciones hemos padecido y muerto por ellos. Ahora que la cultura ha sido intervenida por otros agentes, se nos dice que nos lo creímos porque quisimos, pero lo cierto es que no nos hacía maldita la falta. Estoy esperando esas putas disculpas...
(Fumando espero).