Aunque sin duda el aspecto de la mayoría de estos impostores es a todas luces ridículo, en medida tal que parezca que ellos mismos ya se ponen suficientemente en evidencia sin necesidad de acudir a mayores diligencias de desenmascaramiento, lo realmente fastidioso no obstante de hacerse cargo aquí -en una página alla turca-, y ahora -que crecerá la demanda de estos Bálsamos de Fierabrás-, de su irritante presencia es que obligan a la “genuina” filosofía a algo tan indeseable como eso mismo: declararse pomposamente “Verdadera y Genuina Filosofía” frente a los falsos odres en que esos farsantes la vierten previamente adulterada. Y, claro está, la filosofía no es, o no debería ser, una marca de café o de pantalones que pueda ser imitada o pirateada en fábricas clandestinas de algún lugar de La India; ella, por tanto, no debería verse obligada a distinguir entre versiones “verdaderas” o “falsas” de sí misma, puesto que consiste precisamente en la libertad de pensamiento, y se da sin la menor sombra de duda con toda plenitud siempre allí donde se piense libremente, sin más. (Es decir, nunca defenderíamos que más vale lo malo conocido -porque existan títulos académicos que lo avalen-, que lo bueno por conocer…)
¿Cuál es, pues, el exacto criterio que separa la filosofía “auténtica” de la filosofía fraudulenta que venden estos traficantes de repuestos mentales? ¿Cómo se tensa el arco del exiliado (de los mass media) rey Ulises que vuelve a desbancar a los ilegítimos pretendientes? El fallecido Richard Rorty -por otros motivos visto con desconfianza por muchos fuera de su país- invitaba a entender el ejercicio de la filosofía como la iniciación y el sostenimiento de una gran conversación (cuyos parámetros iniciales, desde luego, son los de la tradición intelectual heredada -por eso es necesario partir de su conocimiento-, pero cuyas coordenadas son variables -la geometría de una conversación es dinámica, no estática-, dependiendo de los interlocutores y los requerimientos de la época en que éstos viven). Pues bien: lo primero que puede decirse de esos movimientos New Age es que ni quieren participar en tal “conversación”, ni saben hacerlo, ni, en la mayor parte de los casos, se han enterado tan siquiera de su existencia. Prueba de ello es su constitutiva tendencia a distanciarse de los patrones de pensamiento alumbrados a lo largo de los siglos en Occidente para viajar en alfombra mágica a buscar otros cualesquiera a una “idealización de Oriente”. Mas, si no se conocen los resortes principales que mueven a la propia civilización... ¿a santo de qué se puede pretender rechazarlos en nombre de otros totalmente extraños y mal comprendidos, por razón únicamente de su mero exotismo? Estos grupúsculos se mantienen, así, en un aislamiento dogmático que si bien sirve magníficamente a sus propios y equívocos fines, en nada puede beneficiar al resto de los honrados mortales.
Pero es que lo mismo sucede, en el otro extremo, con cierta divulgación científica, por mucho que venga apoyada en famosos programas de televisión, llamativas revistas de cultura-ficción o reputaciones particulares prestigiosas. En tales foros de traje y corbata (o donde traje y corbata van por dentro) se practica, en efecto, con sistemática pasión un reduccionismo atroz que, bajo el amparo de unas experimentaciones aún en marcha -y las más, en pañales-, finge haber llegado lo suficientemente lejos en el camino como para hallarse en condiciones de ofrecer consejos existenciales para la consecución de la terrenal felicidad de los legos. Naturalmente, no basta con que se rechace la cosmovisión teológica de estas u otras parroquias viejas o nuevas para que tengamos que aceptar como única alternativa el discurso pseudo-materialista de estas gentes encumbradas que ignoran incluso que el materialismo en filosofía ya ha sido profusa y profundamente explorado hace centurias. De este modo sólo se consigue un fácil asentimiento entre los ya convencidos, y una apariencia de pruebas donde no hay más que crípticas conjeturas. El resultado es una charlatanería no por sincera y, a su manera, meritoria, menos desconocedora de la real dimensión de los problemas sobre los que pontifican alegremente.
No siempre es cierto, en fin, aquello de que “una imagen vale más que mil palabras”, pero seguramente una imagen es imprescindible cuando se trata de parodiar algo que consideramos tonto, grotesco o insignificante. “Mr. Natural”, una especie de barba andante a lo “sabio” de Erasé una vez el hombre -para quién se acuerde-, es un personaje del dibujante underground más influyente de todos los tiempos, Robert Crumb. Deberíamos hacer de él algo más que eso (de hecho, sus historias son muy aburridas...): convertirlo en una nueva y auténtica categoría, de manera que revirtamos el tópico fundacional del filósofo nefelibata hacia aquellos espabilados que nunca “conversaron” con, por ejemplo, Hegel.
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