TONI GARCÍA 30/07/2010
Cuando el 6 de agosto de 1945 el Enola Gay desató el infierno en Hiroshima por órdenes del presidente Truman, aún no existían los aviones inteligentes. Es posible (muy posible) que sigan sin existir, pero como mínimo el hombre puede haber encontrado la coartada que aniquile el último de los grandes males de la humanidad: la culpa.
En 1945, cuando uno quería lanzar una bomba en algún sitio no le quedaba más remedio que ordenar a un piloto que la trasladara hasta el lugar en cuestión, y que hiciera lo posible para volver a salvo. Cualquier otra indicación, incluyendo el sufrimiento del enemigo, carecía de consideración alguna. En cierto modo, el efecto colateral era inevitable, pero no preocupante: matar en nombre de la causa adecuada era un acto de fe.
A Claude Eatherly se le encargó la misión más importante de la historia. El comandante debía volar hasta Hiroshima y descargar allí el arma más letal de todos los tiempos. Eatherly cumplió con su cometido sin protestar, aunque su lanzamiento no fue perfecto: la bomba atómica cayó en pleno centro de la ciudad en lugar de en el puente donde debía impactar.
Naturalmente, cuando volvieron a casa, el militar tejano y su tripulación fueron tratados como héroes, pero mientras sus compañeros aceptaban medallas y homenajes por doquier, Eatherly se encerró en sí mismo y dejó que los remordimientos se dieran un banquete en su interior. Cinco años después, en 1950, el estadounidense intentó suicidarse, pero fracasó. Aquel suceso le empujó a la radicalidad de una conducta cercana al delirio que incluyó atracos a bancos y todo tipo de actividades poco recomendables, aunque sorprendentemente inocuas.
Por ello fue juzgado, declarado culpable y en cierto modo indultado por sus méritos en combate. Como recompensa le internaron en un hospital militar para enfermos mentales, de donde fue entrando y saliendo hasta que el Ejército comprendió que el ansia pacifista de aquel hombre, empeñado en compensar de algún modo sus errores (la totalidad del botín de sus golpes fue enviado por el propio Eatherly a una asociación de niños huérfanos de Hiroshima), no tenía freno, decidieron encerrarle allí, declararle incompetente y tirar la llave lo más lejos posible.
En 1959 su caso, el del "piloto loco de Hiroshima" llamó la atención del filósofo alemán Günther Anders, que decidió empezar una particular correspondencia con Eatherly. El resultado de su intercambio, recogido en el libro El piloto de Hiroshima. Más allá de los límites de la conciencia, es descorazonador. En el mismo puede apreciarse que el único chiflado de esta historia es el tipo que confundió culpa con locura y juzgó al militar con la crueldad que debe mostrarse con aquellos que dudan de la integridad del sistema, que cuestionan sus tripas, su coherencia, su legitimidad.
Probablemente Claude Eatherly, en su ingenuidad, asustó a los que creen que todo está justificado. Ahora ya no tenemos esos problemas, todo el mundo es inocente aunque se demuestre lo contrario, nada es culpa de nadie. Al negar que seamos responsables de nuestros actos (ya sea en tiempos de paz o de guerra) destruimos la posibilidad de sentir el peso de la culpa, que como bien saben los que mandan, es el único enemigo real. A eso -y no a otra cosa- deben referirse cuando hablan de progreso.
lunes, 2 de agosto de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No sé si podríamos llamarlo sentimiento de culpa, pero el fenómeno de WikiLeads puede ser una forma moderna de reacción ante una injusticia. El pobre chico que ha enviado información comprometedora para el gobierno de EEUU seguro que no pensó en las consecuencias que su acto podría tener para él, pudo más el sentirse obligado a revelar algo en lo que él había participado.
ResponderEliminarNadie es tan ingenuo, ni siquiera un yankee, en mi opinión. Tantas películas que tratan de la redención del sistema por el individuo tenían que hacer mella... Bien por él, desde el punto de vista de la gente corriente.
ResponderEliminar