Bien mirado, un humilde lápiz de mina de grafito corriente es una maravillosa invención, en la que se combinan el ingenio humano y los dones de la naturaleza para crear signos y marcas que pueden ser modificados u ocultados para la eternidad, sin que en el proceso se difuminen o pierdan antes de tiempo por el desgaste natural. Unas anotaciones a lápiz viven siempre lo necesario para cumplir su función para con el hombre que las trazó, y el plazo de esta fidelidad -mortal de suyo- en ocasiones se extiende más allá del tiempo asignado a su usuario para reflejar corazón, cabeza o cuentas del mercado en unos pedazos de materia endeble y plana (a propósito de ello: en la edición soviética de las Obras Completas de Marx constan también los equilibrios de números que hubo de hacer para sobrevivir en su estancia en Londres, y es gracioso constatar el culto que la “ciencia” de aquellos lares rendía a las imprecaciones doctorales con las que el maestro remataba sus cálculos…)
Es gracias al lápiz, por tanto, el que conozcamos en muchos casos los pensamientos secretos de grandes autores o las tremendas naderías de anónimos absortos, caligrafiados en sus cuadernos privados o garrapateados en los márgenes de las obras de su tiempo que eran objeto frecuente de su consulta. Por eso, reafirmamos lo dicho: indiscreto, no obstante, las menos veces, el lápiz, veloz vehículo de la preocupación inmediata o del arte duradero, es el instrumento portentoso de que se vale algo tan efímero como la improvisación creadora para convertirse en memoria. No en vano, para los cabalistas judíos, El Altísimo -no me preguntéis cuanto…- ha diseñado el mundo de una manera mágica tal que la única analogía actual de la que dispondríamos para intuirlo sería decir que fue “bosquejado a lápiz”. Y aunque la pluma estilográfica tampoco esté tan mal en el fondo, el hecho de que sea el arpón favorito de los peces gordos para alancear a los chicos mediante el rasgado de su elegante rúbrica, como que nos la aleja un tanto (de este estilo debían ser, supongo, seguidos de algúna palabrota gorda, los dicterios domésticos de Marx arriba mencionados; o quizá no, habría que preguntar…), además de su engolada pretensión performativa –la pluma no sueña, ejecuta.
Volvamos, pues, al lápiz, que funciona incluso en gravedad cero; volvamos al lapicillo de madera robado por descuido en un Ikea; volvamos, sí, a planificar ideas o ajustar cuentas con la goma de borrar al lado: el mío se llama Grillo, porque es azabashche, pequeño y canta sobre todo de noche; lo mismo lo uso poco o nada, pero... ¡ay qué monada, Grillo del hogarrrr!
paréntesis aparte, bonito estilo-gráfico.
ResponderEliminarEs verdad, que le den al paréntesis...
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