Podríamos conformarnos con ver closer como la historia de una lucha de amor donde una ingeniosa estrategia hace vencer al héroe sobre el villano. Pero demasiados aspectos de su estructura nos invitan a considerarla algo más que una película romántica y, sobre todo, la agudeza de los textos y acciones de sus personajes nos hacen pensar que en ella está presente un discurso profundo sobre la naturaleza del amor.
             Y, si es profundo, difícilmente podrá ser positivo.
              Si tuviéramos que contar la anécdota de la historia a alguien que no la  haya visto, seguramente haríamos que la tomara por otro relato de amor:  El bueno se queda con la chica cuando parecía que la perdía. El malo no  sólo es castigado, sino que su propia chica lo abandona dejándolo  descubierto y en una devastada situación sentimental. Y, además, te ríes  con los diálogos. Entonces tendríamos que añadir que, en realidad,  nunca nos ha quedado claro quién es el bueno y, ni siquiera, si los  verdaderos protagonistas son los hombres, o tal vez las mujeres, o cuál  de las parejas, o si es una historia con cuatro personajes de relevancia  narrativa y altura moral equivalentes.
              Tendríamos que decir que, aunque suene a final feliz, la historia deja  al espectador con una desazón que las lágrimas finales de Anna subrayan  evitando toda ambigüedad. Lo que se ha contado es una historia de dolor  y, sí, acaba con la consolidación de una de las parejas. Pero el precio  ha sido el amor mismo que, definitivamente, es ya imposible para cuatro  personajes que, sin embargo, han estado apasionadamente enamorados  durante la práctica totalidad del metraje.
              Tras la primera media hora tendremos una idea general sobre la  personalidad de cada una de las cuatro piezas que se moverán a lo largo  de la partida, así como de cuáles van a ser sus propensiones  sentimentales y el lugar que éstas les van a otorgar en la jerarquía del  grupo. Una vez establecidas dichas reglas se da salida a un  enfrentamiento de todos contra todos cuya crueldad nos irá resultando  inesperada en individuos tan civilizados y cordiales.
              Eso es lo que Closer nos quiere explicar. No hay ninguna guerra de  fondo que convierta al amor en un dilema moral, como en Casablanca;  ninguna desproporción social entre personajes que enfrente a alguno de  ellos al vértigo de asomarse desde las verdaderas alturas asfixiantes  del amor de élite, como en Eyes wide Shut o Lunas de Hiel. Aquí sólo hay  cuatro personajes con mínimas diferencias de poder, sin más  preocupación que conquistar a quien aman y sin más necesidad de ello que  la de cualquier individuo en condiciones afectivas normales.
             Y, sin embargo, se descuartizan.
              Para que eso ocurra, como ocurre en la realidad, sólo es necesario  dejar que vicios y virtudes se manifiesten, sin infectar a los  personajes del virus de bondad con el que las historias de amor  holiwudienses destruyen el realismo de sus personajes a medida que el  final se acerca. Las debilidades de los personajes no sólo servirán para  justificar su bis cómica. Serán, sobre todo, cargas con las que deberán  enfrentarse a las sucesivas etapas de sus relaciones, y puntos débiles  que los expondrán al ataque de sus contrincantes.
              Lejos del irresponsable prejuicio de que nuestras relaciones son cosa  de dos y a nadie más que a nuestra pareja-socio debemos rendir cuentas,  la historia nos muestra cómo cada movimiento se transmite de personaje  en personaje hasta afectar a todos, y cómo la victoria de cada uno  implica siempre la derrota de su pareja y el contraataque del  adversario.
              Closer es una película de jugadas más que una metáfora general, salvo  por lo que tiene de metafórico presentar al amor como un juego real en  el que el perdedor lo pierde todo y el ganador pierde a los perdedores  como compañeros. No hay espacio aquí para analizar la lógica de cada uno  de los lances, pero quiero, al menos, resaltar algún aspecto de la  estrategia general del autor.
              Cometeríamos un error de simplificación si nos conformáramos con  atribuir a Dan la condición de villano. Es cierto que gran parte de la  responsabilidad del fracaso de las relaciones iniciadas en la película  recae sobre sus acciones (sería interesante analizar cómo identificamos  inconscientemente a los villanos por la cantidad de relaciones que hacen  fracasar, mecánica que coincide con la intuición de que, en este caso,  la villana en la sombra es esa Anna de rostro sufriente a la que nunca  atribuiríamos maldad). Dan no es un elemento artificialmente insertado  en el ecosistema de personajes para generar conflicto. Dan genera  conflicto de modo natural porque es el más poderoso de los cuatro, y su  tendencia espontánea es dominarlos a todos, del mismo modo que Larry, su  antagonista, se conforma con que alguien, quien sea, acepte estar con  él sin engañarle.
              Y el acierto definitivo del guión es precisamente atribuir a Larry,  depositario de la mínima cantidad de poder del grupo, una capacidad de  análisis que le permite subvertir el orden. Al encarnar la racionalidad  extrema (hábilmente ocultada por el guionista tras la fachada de un  temperamento apasionado), Larry logra prevalecer sobre sus dominadores  naturales. No habría logrado esto si la distancia entre los cuatro  personajes no hubiera sido mínima, pero, sobre todo, jamás lo habría  conseguido sin desenmascarar la impostura del amor. Cuando se ve  derrotado por la debilidad que constituye su carácter, directo y sin  sofisticación, decide explotar la debilidad de su adversario (la  obsesividad) y la de su propia pareja (la mala conciencia) para  subyugarlos. Lo que logrará enjaular, claro, no será ya el objeto de su  enamoramiento, sino un ser fracasado y vencido, ahora por debajo de él e  incapaz de despertar la genuina pasión original.
              En este conformismo pragmático se opone a su vez a Alice, el otro  personaje representante de la verdad del amor, cuya juventud le permite  seguir apostando cada vez desde cero, y entregándose de forma completa  en cada apuesta. Pero su condición de estríper en perpetuo cambio de  residencia e identidad nos insinúa que su “honestidad” puede ser  consecuencia de las circunstancias. Si es que no preferimos verla como  un fantasma huidizo, representación del inasequible amor que, al  enfrentarse al realismo de Larry, nos muestra, por fin, su rostro de  puta.

