“Siempre he estado especialmente orgulloso del arte de marcharse (die Kunst des Abmarsches).” Paul Ehrlich, descubridor de la quimioterapia.
“Perdóname, Newton” fue la frase que a modo de retórica e ingeniosa declaración de una indeseada victoria popularizó Einstein tras sojuzgar con la fría espada de sus ecuaciones nada menos que a Su Eterna Majestad El Tiempo, todavía un tanto altanera y desdeñosa para con el ilustre inglés. Recibidas las disculpas, lo cierto es que la conquista del trono newtoniano le valió a Albert Einstein hace unos pocos años otro pequeño empujón más en su ya, en cualquier caso, seguro ascenso a la inmortalidad, al haber sido nombrado “Hombre del Siglo XX” tanto por las razones de conveniencia típicas de todo premio de esta teatral envergadura (el siempre exagerado escritor austríaco Thomas Bernhard decía que recibir un premio grande o pequeño es como permitir que le defequen a uno en la cabeza, posibilidad de la que su casi paisano está, a estas alturas, enteramente a salvo, le guste o no), como por motivos completamente legítimos que no hacen más que expresar la admiración que, con toda justicia, tributamos la gente corriente a aquellos que son capaces de subirse con las solas fuerzas de su intelecto a lomos de la Naturaleza y domarla como al potro salvaje que es, lo que es decir: comprensiva pero enérgicamente. En este sentido, quizá el movimiento ecologista pudiera no estar muy de acuerdo con este premio, puesto que ellos piensan que la Naturaleza es más bien, en cambio, una suerte de un animalillo pacífico y manso necesitado de protección, y, así, abominan de las inevitables centrales nucleares a que dio lugar la fórmula del intercambio de materia por energía –pero tales instalaciones no solo no retroceden, sino que parecen ir en auge, como las restantes aplicaciones realizadas sobre el Einstein maduro. Al fin y al cabo, es una triste verdad, pero como un auténtico templo, que domesticar por completo a la Naturaleza o al menos laborar en pro de ello es producir una transformación de más largo alcance y consecuencias de lo que presumen los ideólogos del confort tecnocientífico (algunos, por cierto, españoles, y no de los menos radicales…), pero al mérito de Einstein corresponde el privilegio de serle indultado todo. En parte esto es así, a mi modo de ver, porque, paradójicamente, el Personaje del pasado Siglo XX mirado de cerca ostenta todavía un perfil humano y personal muy del estilo fin de siecle, y de esta manera nos facilita otorgar credibilidad histórica a sus palabras (sin duda ingenuamente sinceras) de que sus investigaciones estaban guiadas únicamente por una desinteresada avidez en descubrir los Secretos Pilares de la Creación –un hecho, por cierto, que no puede mitigar ese célebre icono del genio sacando la lengua con el que los norteamericanos se lo terminaron de apropiar.
El diminuto neutrino, que por no tener no tiene ni masa, difícilmente puede aplastar tanta gloria. Un acelerador de partículas, por carísimo y sofisticado que sea, desiste de luchar contra un oficinista que en sus ratos libres se pregunta por el problema de la ausencia experimental del éter. Kaspárov podrá perder frente a una máquina, pero esa máquina la han programado en base a cientos de jugadas de Kaspárov, entre otros. Cuando Einstein sea destronado -lo cual, sin sombra alguna de dudas, tarde o temprano sucederá-, la petición de perdón le será allegada por toda una comunidad científica global conectada en red. Entonces sí, pero no antes, aquel lector de Schopenhauer pondrá en práctica con elegancia decimonónica y grave continente el sabio y sutil arte de marcharse.