"Cuando uno compara sus talentos con los de Leibniz, se tiene la tentación de tirar todos los propios libros e ir a morir silenciosamente en la oscuridad de algún rincón olvidado." Denis Diderot
G. W. Leibniz tenía ventipocos años cuando conoció a Johann Christian Von Boineburg, ministro del Príncipe Elector de Maguncia, a quién propuso un brillante plan geoestratégico a través de aquel. Se trataba nada menos que de alejar las ambiciones desmedidas de Luís XIV del escenario europeo, que había quedado prácticamente devastado -sobre todo la zona de habla alemana- tras la Guerra de los Treinta Años. Lo que al joven Leibniz se le había ocurrido exactamente fue sacar al poderoso y rico ejercito francés del continente de la siguiente manera: mediante una misión diplomática encabezada por el Príncipe Elector y él mismo, se encarecería al orgulloso Rey Sol a tomar Egipto como primer paso hacia una eventual conquista de las Indias Orientales Holandesas; a cambio, Francia se comprometería a no atacar más a Alemania ni a Holanda. El proyecto, conocido como Consilium Aegyptiacum o Projet de conquete de l´Egypte, fue formalmente redactado en 1668 recibiendo un apoyo circunspecto por parte del Príncipe. Así, finalmente en 1672 -año, por cierto, de la muerte del Barón de Boineburg- el gobierno francés invitó a Leibniz a París para su discusión, pero la negociación se vio pronto superada por los acontecimientos políticos y la idea quedó en agua de borrajas. Más de un siglo después, la expedición de Napoleón a Egipto en 1798 (“más de cuatro mil años os contemplan…”) supuso un intento de realización tardío del plan de Leibniz cuyo saldo fue la victoria naval de Nelson y el descubrimiento de la Piedra Rosetta.
Hasta aquí la historia tal como cualquiera puede encontrarla relatada en casi cualquier parte, aunque sea, ciertamente, poco conocida. Leibniz aprovechó después magníficamente esos años de estancia en Paris para ponerse al día en filosofía, física y matemática modernas, haciéndolas avanzar después por su propia cuenta de manera prodigiosa. En realidad, a partir de entonces desarrolló extraordinariamente todas las materias científicas, las que ya existían y las que intuyó o creyó necesarias él mismo. Entre ellas, la unificación europea, que siguió en su mente desde aquel episodio político hasta el fin de sus días. De hecho, para el Príncipe Elector había escrito también un memorandum secreto titulado Securitas publica donde se indicaba que la motivación de desviar la agresividad de las potencias europeas hacia el exterior respondía al propósito de cohesionar Europa en aras de la conquista y aculturación del resto del mundo ¿Para qué luchar entre nosotros -venía a decir-, si tenemos la misión de mejorar La Tierra? Y a ello dedicó sus fuerzas maduras mediante proyectos de reconciliación de las iglesias cristianas, propuestas de enciclopedias, diseños de programas académicos y educativos, etc., para los cuales puso en marcha todo su genio e involucró a todos sus contactos.
Cómo han cambiado las cosas desde entonces. Oí decir a Josep Borrell el otro día que hay que empezar a imaginarse un mundo sin Europa. En tales circunstancias, me resulta grato recordar que fue un filósofo universalista, mucho antes que Jean Monnet, el primero que en una Europa profundamente desunida y que seguiría guerreando consigo misma unos siglos más, concibió la deseable fraternidad de los pueblos europeos –aún a costa, es cierto, de los turcos, que constituían una amenaza no por derrotada una y otra vez menos constante e importuna.