3. Cuaderno de Materiales.- H.P. Grice ha propuesto una teoría que trata de retrotraer el significado de un hablante a la intención que éste mismo tiene al expresar algo, intención que es reconocida por el oyente de manera que tal reconocimiento sería para éste último un motivo para reaccionar de determinado modo. Este complicado modelo de comunicación se dirige a garantizar la relevancia semántica de la idea psicologista de intención. ¿Cómo se sitúa Ud. en el debate sobre las teorías intencionalistas del significado?
3. Quintín Racionero.- Para analizar las máximas de Grice, no se puede perder de vista que estas máximas de la colaboración, aunque comportan, sin duda, un dispositivo técnico para explicar el fenómeno de la comunicación, tienen también, y este es seguramente el motivo por el que Grice las llama “máximas”, una pretensión de constituirse como imperativo ético. Las máximas colaborativas lo que dicen es que uno no puede engañar o no puede reducir la información hasta hacerla incomprensible o, al revés, no puede multiplicar la información más allá de lo conveniente para una buen entendimiento de la misma, etc., de modo que las intenciones no son un asunto internalista, no son algo que alguien descubre en sí mismo, es algo que se puede hacer a través de los enunciados precisamente porque las máximas colaborativas obligan moralmente a ello. En un caso de colaboración comunicativa normal las intenciones quedan establecidas, de suyo, en el interior de los enunciados. Por lo tanto, manifestar la prioridad de la competencia comunicativa sobre la competencia semántica no supone nada más que esto: que, puesto que el giro pragmático parece inevitable, el modo de llegar a la comprensión de los significados será a través de lo que expresan los enunciados en tanto en cuanto en esa expresión queda “corporeizada”, por así decirlo, la intención comunicativa del hablante.
Por otra parte, las intenciones comunicativas sólo muy parcialmente son de orden idioléctico: uno puede tener ciertas características individuales en su expresión pero éstas son fácilmente absorbibles por aquellas otras caracterizaciones que son de naturaleza pública y general.
4. Cuaderno de Materiales.- Es común en cierta literatura mística que se “refiere” a lo transcendente, tratar de “decir”, de algún modo, aquello que, no obstante, sería inefable. ¿Qué se podría decir desde la filosofía del lenguaje sobre esta “retórica del silencio” que nos comunica lo incomunicable y que emplea el lenguaje para apuntar a una relación no mediada por el lenguaje?
4. Quintín Racionero.- Lo que me parece más interesante de la pregunta es la expresión “retórica del silencio”, pues el silencio es una también forma de lenguaje y lo es, tanto en el uso comunicativo del lenguaje –por ejemplo los alemanes emplean la fórmula keine Antwort ist auch eine Antwort, es decir, ninguna respuesta es ya, de suyo, una respuesta- como también en el propio contexto semántico del lenguaje, por ejemplo, en la campaña electoral que estamos viviendo, el no pronunciamiento sobre una cuestión concreta tiene significados susceptibles de interpretación como, por ejemplo, cuando se interpela al candidato con un “pronúnciese Usted sobre las pensiones” y éste contesta “prefiero suspender mi juicio”, podemos interpretar que el interpelado “no está a favor de esto o de lo otro”. Pero, aunque es evidente que el silencio tiene una función tanto semántica como comunicativa, desde luego está por hacer una descripción “material”, que analice ejemplos, de silencios que interrumpen el lenguaje oral o de lagunas en el lenguaje escrito, de modo que se pueda fijar la retórica de estos silencios. Por eso, la expresión “retórica del silencio” me parece muy acertada. De todos modos, cuando se habla de “silencio”, a uno le viene inmediatamente a la cabeza la utilización que Wittgenstein hace de esa expresión en el Tractatus: aquello que no es enunciable, porque no responde a las categorizaciones objetivas del mundo, es sencillamente “impronunciable”, lo que no quiere decir que no se hable de ello, sino que no significa nada, es decir, que faltan los elementos de su interpretación científica o lógica. Esto último, conecta, en cierto modo, con dos temáticas históricas que son muy importantes, la primera, que procede de Locke y que reelabora Wittgenstein, es la temática del solipsismo o del lenguaje privado. En efecto, como uno no puede estar seguro de que transmite mediante palabras los verdaderos contenidos de su experiencia interna o, dicho a la inversa, como uno no está seguro nunca de que esos contenidos de la experiencia interna sean equivalentes en todos los hablantes, entonces tiene que dar un grado tal de relatividad del lenguaje respecto al hablante que obliga a reducir al lenguaje en una especie de reserva de silencio -considérese, por ejemplo, el caso en el que digo me duelen las muelas, caso en el que no es posible asegurar la expresión agote completamente la experiencia de mi dolor. La segunda temática que Wittgenstein recoge es la transformación que hace este autor del lenguaje privado en lenguaje público, pues lo que expresamos, no es tanto una experiencia privada, cuanto la experiencia que ha quedado acotada en las convenciones semánticas del lenguaje o, en el segundo Wittgenstein, en los usos del lenguaje ordinario. Ahora bien, con esto no se elimina la dificultad propuesta por el lenguaje privado, porque, si bien nosotros utilizamos ciertas convenciones públicas del lenguaje o ciertos usos que están ya consagrados, esto no asegura tampoco que no quede una reserva para lo que es sencillamente impronunciable o innombrable o inefable y éste es un problema grave, sobre todo cuando las experiencias que se quieren transmitirse son tales que, para ellas, no existen categorías empíricas correspondientes, como sucede en el caso de la experiencia mística. ¿Quiere esto decir, entonces, que todo lo inefable que no pueda ser pensado en términos de esa especie de reserva del lenguaje deber ser condenado, debe ser inútil? Yo creo que no. Lo inefable es, como he dicho al principio, una categoría del lenguaje, pero una categoría tal que expresa el límite mismo del lenguaje y, por tanto, da a entender positivamente que hay un “más” de lo que digo. En este sentido, la ampliación del lenguaje a lenguajes sígnicos cualesquiera, muchas veces de carácter icónico, pero que otras muchas veces pueden tener el carácter de movimientos físicos, por ejemplo, de caricias, etc. Todas estas son formas de lenguaje que, a veces, coinciden en buena medida con el lenguaje hablado y, otras veces, avanzan más que éste, como, pongamos por caso, cuando tratamos de explicar a otro lo que nos pasa y finalmente enmudecemos y se nos saltan las lágrimas, pues, en este caso, expresamos, mediante esas lágrimas, un plus que ya no puede ser enunciado, pero que, precisamente, es enunciado por las lágrimas. Por lo tanto, el silencio absoluto sería lo muerto y, al revés, el silencio del que podemos hablar y por el que podemos “hablar” es una forma lingüística que tiene funciones precisas y que da lugar a semánticas progresivamente más laxas o progresivamente menos determinables empíricamente, pero, no por eso, con menos función comunicativa o con menos función convencional, al menos en el sentido de su susceptibilidad de ser interpretada.
5. Cuaderno de Materiales.- Nos gustaría, por último, que nos hablara sobre la relación entre discurso y poder en dos conocidos autores contemporáneos: M. Foucault y J. Habermas.
5. Quintín Racionero.- Efectivamente los dos autores han reconocido la conexión entre discurso y poder o entre saber y poder o, si se quiere, entre el significado de las palabras y el establecimiento del sentido en tanto que, esto último, es un hecho extrínseco a la intención comunicativa misma, puesto que depende de un tracto de significatividad que está dada al margen, por completo, del uso puro del lenguaje. Esta conexión que los dos autores citados establecen es una conexión hoy completamente admitida. Pero hay una diferencia notable en el planteamiento de este problema entre Foucault y Habermas. En efecto, Habermas cree que existe la posibilidad de la liberación de un “interés desinteresado”. El interés del conocimiento restablece la prioridad de una lógica universal sobre cualquier lógica particular, por lo tanto, se trataría aquí de un interés de la Humanidad y sería necesario aceptar que algo así existe, pero la dificultad se agrava cuando hablamos del interés emancipatorio, pues entonces hay que admitir la posibilidad, sea siquiera contrafáctica, de que se pudieran deponer cualesquiera intereses particulares para depurar un mensaje del proceso comunicativo, es decir, lo que Habermas sostiene es que la estructura comunicativa en la que habita una sociedad de hablantes se puede hacer totalmente transparente al lenguaje mismo, de modo éste pueda ser utilizado sin otros referentes que la universalidad propia de las leyes o la universalidad propia de la Razón práctica kantiana, es decir, la universalidad de los imperativos categóricos. Yo creo que esta propuesta es, ante todo, ingenua, si es que se puede hablar de ingenuidad en este caso, pero, en segundo lugar, creo que es, además, imposible, donde “ingenuo” e “imposible” no es lo mismo. “Ingenua” sería la creencia de que podemos seguir conquistando un mundo progresivamente mejor, lo que involucra toda una serie de convicciones metafísicas a favor de la Filosofía de la Historia, del progreso de la moralidad, etc., por tanto “ingenuidad” es aquí un concepto epistémicamente marcado. Pero, afirmo, además, que es “imposible”, donde esta expresión ya no tiene ese carácter de ingenuidad epistémica, sino que tiene un carácter plenamente lógico: es imposible porque el sistema de una comunicación universal desinteresada sería un sistema ya no lingüístico, es decir, sería un sistema en el que no habría ya que definir el sentido de las palabras porque este sentido ya estaría dado, y lo mismo ocurriría con el sentido de las proposiciones, sería, en fin, el sueño de la lengua filosófica o de la lengua universal. Pero el sueño de la lengua filosófica tiene limitaciones absolutas, puesto que ninguna lengua ordinaria en la que se expresan las convicciones es capaz de superar, primero, su falta de consistencia, y segundo, su incompletitud, de manera que la lengua natural es paradójica y, por mucho que quiera Habermas, nunca vamos a poder discutir la diferencia de pareceres en una forma de limpieza tal que suspendería la propia diferencia de pareceres, es decir, si hubiera un sistema de lengua transparente, de modo que todo pudiera traducirse a un esquema semántico purificado de todo aquello que no fuese universal o ajustado a la forma de imperativo moral, se estaría afirmando con esto que es posible acceder a un lenguaje con las características de un lenguaje comunicativo, es decir, con las características de un lenguaje natural que tendría que tener, sin embargo, las características de la lengua universal o de la lengua filosófica que, en cambio, no es una lengua comunicativa, porque es exactamente la lengua en la que toda comunicación es vertida hacia fuera para hacerla desaparecer, esto es, para permitir simultáneamente una resolución de las controversias. Por lo tanto, creo que el pensamiento de Habermas es un pensamiento extraordinariamente primitivo en este punto, es un pensamiento que nos retrotrae a algunos de los sueños de Leibniz, un pensamiento que se reviste, a veces, de una apariencia kantiana y, otras veces, de una apariencia fichteana, pero que, en realidad, está llena de prejuicios ignotos, desconocidos, para el propio autor.
Desde luego, me parece mucho más brillante, en el sentido de que es más exacta la idea que tiene Foucault de que no es posible transparentar la estructura de su elemento de poder, no es posible suspender el poder porque el poder mismo funda la estructura, más aún, estructura y organización determinada de poder es una y la misma cosa, de modo que no cabe decir: “se hace transparente una estructura, es decir, se vacía, se limpia de todo interés” porque, entonces, ya no hay estructura, hay esa especie de instrumento lineal que hace imposible toda comunicación porque, finalmente, toda controversia queda resuelta formalmente. Ahora bien, lo cierto es que la propuesta de Foucault, según la cual es el poder mismo –incluso aunque este poder se piense microfísicamente, es decir, aun cuando se piense en todos sus niveles y no, por tanto, según el modelo conspiratorio- quien funda la estructura, lleva a decir que es el poder quien insta a la comunicación, esto es, que sin una determinación epistémica (una determinación estructural de saber-poder), por tanto, sin una codificación de sentidos de acuerdo con unos presupuestos que designan o reproducen ya la estructura social, no es posible la comunicación. Con esto llegamos a una aporía realmente grave: cualquier elemento de liberación en el seno de la episteme lo es en el nombre mismo de aquello que funda la episteme, lo que vendría a querer decir que sólo hay la opción de la ruina de los sistemas estructurales que nos remite a la lógica de la revolución frente a la lógica de la continuidad. Esto nos conduce, a una situación aporética, porque sólo habitando las exterioridades (el afuera) del sistema, y son justamente estas exterioridades las que comportan elementos revolucionarios, se puede conseguir la modificación del sistema. Pero el afuera, por no ser una instancia intrasistemática, no es teleológica, ni está definida por ninguna otra instancia que no sea la de la pura resistencia. Por eso Foucault acaba, a mi juicio un poco patéticamente, reivindicando virtudes muy individualistas, como la enkrateia (el dominio de sí), y en sus discursos finales hay –lo que han contado muy bien los que le conocieron al final de su vida- una especie de reivindicación de un estoico “soporta y renuncia” frente a la posibilidad de una política activa. Como se ve el dilema es sangrante: o bien, en el caso de Habermas, se trata de una pseudo-propuesta que no da lugar a una política porque sencillamente la propuesta es ficticia, o bien, en el caso de Foucault, se trata de una propuesta radical que tampoco da lugar a una política porque ésta es imposible en el seno de tal propuesta. En este momento del pensamiento estamos en lo que se refiere a la teoría política, pero también en lo que se refiere a las propia necesidad de descripción de la filosofía del lenguaje. Lo cierto es que yo no tengo alternativa para las objeciones que he propuesto aquí, por más que tiendo a pensar que una pragmática que tomara conciencia de sí, es decir, que tomara conciencia de su condición necesariamente infecta por su pertenencia a una estructura o, como a veces lo he dicho, una pragmática que a sí misma se considera como sucia, esto es, como afectada por las instancias que reconoce como propias de su misma relevancia significativa, tiene la ventaja de que permite el diálogo real, la comunicación real. Es cierto que esta comunicación no está limpia de intereses, pero la pragmática sucia sólo obliga a que estos intereses sean declarados, sean puestos encima de la mesa, no sean ocultados, para lo que basta con aplicar las máximas de Grice que son, como he explicado antes, éticos y no sólo lógicos. Con esto no creo que vayamos a ninguna parte especialmente fabulosa, pero, al menos, no nos quedamos en una parálisis completa. Defiendo, pues, una filosofía del lenguaje que asume el carácter, no de descripción de los fenómenos del lenguaje, sino de crítica de lo que en esos fenómenos está implicado cultural e incluso ontológicamente –por tanto una pragmática que a sí misma se considera como una pragmática ontológica y que, por eso mismo, se hace cargo de los propios presupuestos, de otra parte inevitables o irreductibles. Esta es, a mi jucio, una propuesta que es, en primer lugar, epistémicamente más interesante que la de Habermas y que, en segundo lugar, da lugar a cierta praxis política que, desde luego no cabe, sea por exceso o por defecto, ni en Habermas ni en Foucault.