Ateo es el que no piensa.
Martin Heidegger
Hablamos de la figura de un tipo humano -muy español, por cierto, pero no únicamente- que ha sufrido al clero en todas sus hipocresías dolosas y en todos sus servilismos al poder instituido, o que conoce a quién que le ocurrió con no pequeñas ni breves secuelas. Hablamos de alguien que sabe más de religión que de filosofía, precisamente a causa de una formación no deseada en algún “espíritu nacional” que rechaza hoy con tanta energía como se abomina de un padre que no supo instruirnos y que en el fondo nos tiranizó con sadismo. Y, por último, hablamos de esa persona que está harta del Otro Mundo, a base de ver lo mal que se las arregla este con la colaboración de esos carroñeros que aprovechan toda tragedia como ocasión de autopromoción. No le faltan razones, en fin, al ateo, pero no son razones especulativas, sino más bien vitales. Las vitales merecen todo el respeto que se puede conceder al dolor, a la indignación e incluso a la venganza; en cuanto a las especulativas… examinémoslas un tanto.
El ateo se convierte -pronto empezamos: se trata de una conversión- en “trascendente” cuando entiende que, puesto que no hay Dios, dado que Dios es el Leit-motiv de los odiados curas, entonces hay que admitir la Nada, es decir, que la Nada debe pasar a ocupar el lugar del falso dios, ese dios que sólo engaña a los de siempre para favorecer a los de siempre. La pregunta es… ¿se puede adorar algo así como -invisible y suprema también- la Nada? La respuesta es que sí, y esa Nada torna a ser ahora la religión del ateo finalmente trascendente. Nada hay después de la muerte, Nada (o el azar, es lo mismo) hizo el mundo, Nada se puede esperar del futuro, Nada soy, y por ello Nada valgo, etc… Sin embargo, el ateo trascendente, además de creer fervientemente en la Nada, confía también a menudo en su conciencia, lo cual ciertamente le honra. Y su Conciencia -ya con mayúsculas- le dicta normas y deberes que no difieren en mucho de lo que, no casualmente, ordenaba antes Dios en nombre de su inviolable Santidad. Quiero decir que el ateo trascendente no es un filosófico criminal, como los personajes de Dostoievsky, sino generalmente una buena persona que pide de los demás la buena fe -fe, sin duda- que él pone en sus gratuitos actos de bondad y civismo. Nos cae bien, el ateo o atea trascendente, se puede confiar en él o ella, los recelos de antaño están concluyentemente de más, peores son sus adversarios...
Ahora bien… En rigor, el ateo trascendente no ha pensado -como se afirma en epígrafe- en que él no diseñó su cuerpo, que no ha trazado el Universo y que no ha conocido personalmente al Azar. O sea, que su suposición de que sin Dios no hay divinidad en la inmanencia del acontecer natural es infundada, o al menos no justificada. Escribía Diderot “en vano supersticioso -dirigiéndose la Naturaleza al hombre- buscas la felicidad más allá de los límites del mundo, en los que yo te he puesto. Osa liberarte del yugo de la religión, mi soberbia rival, que desconoce mis derechos; renuncia a los dioses que se han apropiado de mi forma, y retorna al imperio de mis leyes”. Pero, como decía el antiguo Pródicos, nada sospechoso de trasmundanismo, “aquello que dura y sirve es reconocido y venerado como dios”, siempre que divino sea un adjetivo, no un nombre –el Dios cristiano, en efecto, se arroga doblemente la divinidad: como Persona y como Función, lo cual le hace incurrir en un cierto abuso típicamente monoteísta… De manera que, si el ateo no se nos pusiera tan trascendente, tal vez pudiera ver que, en el ser del de que hablan los filósofos pre y post-cristianos, poco margen queda para esa Nada que apenas interviene en los procesos naturales, que lo deja todo como está, siguiendo adelante, que no imposibita la belleza y que no sabría, en fin, impedir un futuro que será protagonizado, desde luego, por otros. En resumidas cuentas, tal y como yo lo veo: se puede intuir algo “divino”, en tanto dimensión de la naturaleza, en todo cuanto sucede por encima del poder del hombre, que es la mayor parte de las cosas; esa cualidad divina no nos obliga al culto, pero requiere reconocimiento, aunque sea por reverencia a la naturaleza misma; y el ateo trascendente se equivoca, por cuanto presume revocable e irrisorio, pasajero y sin valor, aquello que, al “durar y servir” al hombre, puede ser venerado, por qué no, igual que al dios interno al hecho mismo de la conciencia, pastor del hombre común, todo ello con sus modestas minúsculas…
Por terminar, me sumo a la reflexión que dice que “mi ateísmo es sólo es honesto, insoslayable, manifiesto y efectivo ateísmo de la humanidad y de la ciencia moderna, traído a la conciencia” -citado por Weischedel, Der Gott der Philosophen, Darmstadt 1983-, con lo que espero que no se me considere beato del cuento de hadas cristiano, pero tampoco, ¡por Zeus!, feligrés de la devoción al Hombre mismo, cuyas grandes dotes admiro como el que más, pero en cuyas, asimismo, grandes intenciones, francamente, creo poco, vistas esas infaustas noticias diarias que, como sentenciaba Schelling, conforman la -triste, prosaica o terrible, añado yo- Biblia en la que busca algún sentido el hombre contemporáneo.
lunes, 13 de febrero de 2012
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario