miércoles, 14 de julio de 2010
Día a día
Hay un tiempo de la juventud, de las vacaciones o del aprendizaje en que los días pasan solos, sin notarse, como las vueltas de la noria que nos dan hechas, mientras que nosotros estamos atentos a la mudanza del paisaje. Pero hay otro tiempo, de la madurez, del trabajo o de la melancolía, en que cada día hay que remontarlo, como si para llegar al otro lado del bosque hubiera que trepar a cada árbol y volver a bajarlo. En este segundo uno se pesa a sí mismo, carente de la agilidad de los monos o de Tarzán para volar por los aires en liana. Supongo que los presos y los viejos viven incómodos -que no "instalados"- en este último de un modo cuasi-definitivo, como si no hubiera "otro lado del bosque", y por eso no entendemos sus quejas cuando van más allá de las molestias presentes (a las que, pensamos, ya deberían haberse acostumbrado por repetitivas que sean, qué pesados). Mas no hay que esperar tanto, ni cometer ningún delito, para experimentar una singular mezcla de ambos tiempos que se da en aquel que tiene hijos pequeños, y que añade, al día a día, un fatigoso a la vez que entretenido a su manera noche a noche.
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