El lunes 24 de Noviembre me encontré en El País con un artículo inesperado. El título era “Los ateos se hacen fuertes”, y la aparente excusa (junto con otra conmemorativa de fondo que he descubierto redactando este texto) una campaña propagandística británica, de iniciativa privada, que exhibirá en los autobuses la frase “Probablemente dios no existe, así que deja de preocuparte y disfruta de tu vida”. El objetivo del artículo era tomar la temperatura al estado del ateísmo en nuestro país y sus proximidades.
Para mi sorpresa, parece que hay algo más que ateos sueltos. Hay un mínimamente manifestado ateísmo cultural que parece poder llegar a adquirir cierta conciencia de colectivo social alrededor de este tipo de campañas y de algún texto de reciente publicación. Pensaba yo que duraría eternamente la trampa demagógica que somete al ateísmo al silencio basándose en que, si carece de dios, carecerá también de discurso, porque el discurso de una ideología espiritual es la palabra de su dios. Al ateísmo se le concede un ya condescendiente derecho a existir callado, como si, una vez proclamada la inexistencia de Dios, no le quedara nada que decir.
Pero no es la indiferencia la que ha puesto a Dios y sus iglesias contra las cuerdas. Es posible, como dice el artículo citando a un tal Wagensberg, físico, que el hombre esté “programado para creer”. Pero no por razones físicas, químicas o neuronales, como dice la eminencia, sino más bien cognitivas o sociocognitivas. Nuestras dendritas no forman la palabra Dios más fácilmente que la palabra ateísmo, pero nuestra necesidad de conocer el entorno para dominarlo exige atribuir explicaciones a lo desconocido. Y explicaremos lo desconocido mediante esquemas conocidos previamente. Allí donde algo parezca superior a las posibilidades del hombre pensará éste, en un primer momento, que lo hizo otro ser más grande y poderoso que él pero, al fin y al cabo, de similares características.
Desde que los griegos concretaron una de las vías del conocimiento, la inducción, es decir, el paso de la experiencia a lo racional, la carrera meteórica de dios se vio truncada. “Yo sólo podré creer en algo de lo que puedo afirmar incontrovertiblemente un caso particular. Para creer en Dios necesito, al menos, verlo una vez. Y de ver cómo actúa y cuáles son las consecuencias de sus actos es posible que concluya que otras consecuencias también han sido causadas por él y que, por tanto, no es sólo creador de esas cosas, sino de todo”. Pero a esa cita Dios no acudió. Y tan claro se vio que no acudiría, y que la mitad del terreno estaba perdido, que la iglesia más afectada por el milagro de la consciencia griega, la occidental en todas sus formas, se dedicó en cuerpo y alma a edificar la mayor muralla ideológica erigida jamás: aquella que protegía la solidez de la otra vía del conocimiento, la deductiva, que partía de la razón y acababa en la experiencia. “No necesito encontrar a Dios ante mis ojos porque, pensando pensando, me doy cuenta de que las cosas que sí percibo son tan complejas que sólo pueden haber sido creadas por él”. A ese empeño (y a otros que los autores no pudieran confesar) debemos el portento filosófico incomparable que constituye el pensamiento medieval.
El mundo vivía un empate. Nadie podía ponerle nombre y apellido a Dios, y él no pensaba confirmarlo. Pero mientras el cosmos no tuviera otro padre, otra explicación, se podía ahondar en el vacío espiritual para obtener poder político a través de la institución llamada Iglesia. Miramos las épocas de sólida religiosidad como momentos en que Dios era una presencia objetiva en la sociedad. Pero no fue así porque el hombre, griego o no, distinguió siempre aquellas fuerzas de las que tenía conciencia incontrovertible, como el poder político o el peligro natural, de aquellas para las que requería un acto de fe. Nadie debió nunca convencer a un siervo medieval de que la traición a su rey implicaba la muerte, porque sus ojos se lo mostraban sin ningún género de dudas. Sin embargo hubo que construir catedrales de sobrecogedores efectos perceptivos para que la propaganda divina calara en cada una de las conciencias.
Y entonces llegó la revolución científica. Y donde una vez hubo misterios y campos abonados para que Dios germinara, empezaron a surgir explicaciones más plausibles. El hoy día maltratado Darwin dio el golpe de gracia, porque si Dios había hecho algo no ya inalcanzable para el hombre, sino incluso para la fuerza sobrehumana de la naturaleza, había sido crear al hombre mismo, tan sofisticado y perfecto que un cosmos entero a su lado resultaba un alarde grosero de fuerza bruta. El 24 de Noviembre de 1859 se publicó “El origen de las especies”. Ese día dios dejó de ser el rey que gobernaba la conciencia social desde su palacio deductivo y se convirtió en un guerrillero que buscaba la supervivencia en espacios de difícil acceso para el ejército oficial de la ciencia.
Ésa, en resumidas cuentas, es la historia del reino de Dios y su interminable agonía de muerte. Y sus transformaciones han sido fruto de cambios ideológicos cuyas consecuencias han recortado el espacio divino hasta reducirlo a la insignificancia. Porque se formó a los hombres en el pensamiento científico se fue relegando la superstición divina. Y porque se deja hoy día a ésta igualarse, e incluso erigirse en superior, a la ciencia, vivimos este bloqueo cultural que es la omnipresencia de un Dios en estado vegetativo cuya muerte intelectual no se atreve nadie a proclamar.
En aras de la libertad de religión habrá quien defienda que Dios también tiene derecho a la vida. Pero Dios nunca ha sido sólo Dios. Su papel en la legitimación de las jerarquías y discriminaciones sociales es su gran pecado, y hoy día seguimos padeciendo machismo eclesiástico, monarquismo eclesiástico, autoritarismo eclesiástico, y mil formas más de diferencias entre los derechos de unos y otros que, de modo más o menos disimulado las iglesias defienden y la figura de Dios sirve para ejemplificar. Dios es, además, el padre de los hombres, y su actitud sigue siendo paternalista, dirigista y moralista. Como un mal padre, no nos deja llegar a ser hombres, porque jamás aceptará tratarnos como iguales. Nuestra madurez como sociedad depende, por tanto, de la conciencia clara de que estamos solos frente al mundo, y lo que nos suceda en él será consecuencia de nuestros actos. Suya es, además, la represión afectiva y sexual que posibilita la estructura familiar tradicional a gran escala, y que mantiene nuestros sentimientos y deseos a un nivel tal de inmadurez e ignorancia que apenas, a lo largo de nuestra vida, podemos establecer un verdadero contacto con el otro.
Por eso creo que el ateísmo debe desarrollarse como corriente ideológica y social, tener sus textos, sus ideólogos y sus medios de difusión y debate. Pienso que deben estudiarse sus principios y las consecuencias de estos principios de modo que podamos entender qué implica una sociedad atea en toda su extensión. Creo que debe tener presencia en el sistema educativo como enseñanza específica al igual que lo tienen las religiones, toda vez que compone la segunda “sensibilidad religiosa” más numerosa después del catolicismo. Y creo, en definitiva, que su salida a la luz como pensamiento público sacará del limbo del agnosticismo y el catolicismo no practicante a la gran mayoría de la población, constituyendo así la justa eutanasia para esta idea de Dios eterno que, como todo lo vivo, muere algún día.
lunes, 7 de junio de 2010
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No sé si decir que ha puesto la primera piedra para la construcción de una corriente ideológica, pero Michel Onfray tiene una vasta producción ensayística sobre la cuestión. Cabe reseñar un mérito suyo, el de enlazar la tradición hedonística, ahogada con la llegada del cristianismo, con la modernidad. De ese modo intenta que todos estos siglos de oscuridad no sean más que una lamentable pausa en la historia de la humanidad, y lo hace recuperando toda esa tradición filosófica que el cristianismo intentó hacer desaparecer, incluso de forma física con la destrucción de sus obras.
ResponderEliminarComplicada empresa, sobre todo si tenemos en cuanta que en la mayor parte del planeta continúa el oscurantismo.
Acabo de empezar el primer volumen de su contrahistoria: contaré.
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