Los pajaritos -gorriones y palomas por aquí, para ser exactos- cantan desde las seis de la mañana y los bebés inquietos se remueven piando por su biberón de la primera luz. Luego el globo luminoso va incandesciendo hasta que se deshilacha entre las sombras de las diez de la noche, cuando todavía lo llevamos prendido en la piel: ¡estío! (como Idéntico, que ya no está entre nuestros comentarios pero, como suele, acompaña en espíritu), y, mañana, hogueritas de San Juan, que se nos han convertido en rito imprescindible también en Madriz. Verano, en fin y en definitiva, que es para lo que vivimos el resto del año, la estación edénica, largo y cálido, y que se vean esas carnes maceradas, sean jóvenes o viejas. Lo suyo en un blog docto y grave como este es que recomendemos una lectura para amodorrarse con los ojos entrecerrados durante estos meses, pero como el verano nos vuelve ávidos de experiencias liberadoras que siempre se quedan cortas, aconsejamos toda una saga. Se trata de las extravagantes aventuras de Harry Flashman, narradas por George MacDonald Fraser, y editadas en castellano en pocket Edhasa, o sea, baratitas y portatiles. Picaresca de la era victoriana, acción rápida y diálogos directos, toda la sordidez de aquellos tiempos sufrida en primera persona por el protagonista más inmoral que ha concebido la novela histórica. Tanto entonces como ahora, si han de vivirse aventuras no hay que buscarlas sino verse arrastrado a ellas por la asquerosa realidad, y que Dios te coja confesado. La diferencia con Flashman (el nombre no termina de gustarme, pero proviene del clásico de Thomas Hughes) es que sobrevive como puede a las pruebas, seguro de que de todas podrá sacar alguna tajada y de que siempre hay algún revolcón a mano para aliviar las tensiones. Prohibido, eso sí, para soldados de cualquier ejército regular o mercenario, que pueden tomárselo al pie de la letra y sustituir la obligada disciplina por el sucio vandalismo.
miércoles, 23 de junio de 2010
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