martes, 28 de septiembre de 2010
¿En qué creen los que no creen? Umberto Eco/ Carlo María Martini (Arzobispo de Milán), Círculo de lectores
Este librito, que hace poco reedito gratuitamente un diario de aquí, se remonta al intercambio epistolar entre las aludidas autoridades (uno hombre de mérito, el otro de poder) que se verificó en un periodico italiano hace ya quince años. Dos cosas tienen gracia -sin mayúscula- en él: primero la leve revitalización de la correspondencia erudita de la tradición europea, que era un primor de civilización en tiempos de machete y arcabuz; y, después, la elegante paliza que, en opinión del que esto suscribe, propina el sabio al prelado, como no podía ser menos. Y no es que yo este del lado de los laicos porque sí, ya que el experimento de autonomía de la moral humana que en él se propone como tarea a emprender ya ha sido realizado desde hace ya mucho, mucho tiempo, y no precisamente con felices resultados. En efecto, la controversia por el ateismo surgió pujante en el siglo XVII y ocupó prácticamente todo el XVIII, convirtiéndose en cuestión definitiva de hecho en el XIX. Resultaría aburrido citar aquí autores, que fueron legión, lo que adquiere más relevancia aún si tenemos en cuenta que entonces sí que existía una correlación práctica inmediata del pensamiento en forma de movimientos sociales o revueltas políticas. De hecho, hoy que la moda consignada se ha traducido también en una avalancha editorial que inunda sobre todo Francia e Inglaterra (comandada en esta última por el genetista neo-evolucionista Dawkins, si no lo escribo mal, autor del famoso lema que adorna o adornaba los autobuses), no se ha aportado ni un solo giro retórico o filosofema que no estuviese ya esgrimido en la obra de aquellos pioneros. Claro, se dirá que la ciencia ha cambiado, y que en el presente lo que se opone al divino-único ya no es, pongamos por caso, el newtonianismo de Laplace, sino los memes, las mutaciones, la teoría del bing-bang y un largo etcétera. Pero en mi opinión esa aparente diferencia sólo engaña a los legos, que para colmo son más legos que nunca en la presunta sociedad de la información, y desde luego harto más pasivos, de manera que no permitirán que los embrujos intelecuales modifiquen un átomo su forma de vida habitual. Por ilustrarlo con un ejemplo, hizo más acuñando en su forma moderna el término "fanático" el habilidoso Voltaire que todos nuestros oportunistas vendelibros reeditando sus reflexiones en jerga contemporána. Voltaire es el caso más célebre, sobre todo en España, donde siempre ha sido perseguido, y por eso menciono su nombre. No por casualidad, también escribía muy bien, y convirtiéndo en su divisa "aplastad al infame" como colofón de sus escritos sobre la iglesia, no pasaron ni once años de su muerte hasta la irrupción de la revolución francesa. Mas, insisto, sólo era uno entre un millar. ¿Y que es lo que tenían todos en común, grosso modo? Pues dos cosas principalmente: primero, no la ciencia en abstracto, que ya existía milenariamente, sino concretamente la ciencia matemática mecanicista; y segundo, no la protesta contra el dios católico (que ya había consumado Lutero), sino la denuncia hacia los poderes fácticos arropados por él. Y mi pregunta es: ¿que es lo que ha cambiado desde entonces? Nada en absoluto la ciencia, que continua por vías mecanicistas no sólo en la física, sino también en la biología y en el saber político (Darwin, repito, no hizo más que "dar el golpe de gracia" a la teleología en la consideración de los seres vivos como ya se había hecho entre los inanimados; y en política, Thomas Hobbes comenzó su meditación sobre la necesidad del estado represor suprimiendo las causas finales también en la acción humana). Sin embargo, las finalidades inmanentes de los procesos naturales no son invención cristiana, sino pagana, para más señas aristotélica -se luchaba, pues, contra Santo Tomás, en olvido de Grecia. Y nada tampoco ha cambiado en lo que se refiere al amancebamiento del poder (siempre de algún poder específico) con la institución eclesiástica, que es de lo que estos nuevos autores -se publican muchos tratados en defensa del ateismo hoy- realmente se quejan. A estas alturas de lo dicho ya se comprenderá que las llamadas a la autoconciencia ética del hombre para suplir a la divinidad son también viejas, y, si se quiere un emblema más bien tardío, tan sólo hay que mencionar a Feuerbach. La situación es, pues, la siguiente: el ateismo ha ascendido imparablemente desde el renacimiento hasta el siglo XIX, y lo único que realmente ha cambiado es la experiencia del siglo XX, que ha venido a mostrar qué tipo de mundo puede ser construido sin Dios en Occidente. O mejor dicho, destruido, en una noche fría, larga y oscura del alma. Por eso, descreo tanto de Dios como de la autonomía moral del hombre, y encuentro la moda en cuestión irresponsable y un tanto ideológica, puesto que ya no es la idea de Dios nuestro enemigo prioritario (como no lo es la de la monarquía que muchos encuentran intolerable): tenemos problemas mucho más urgentes. ¿Porque no se escribe en los autobuses "probablemente hacer dinero es vano, así que deja de preocuparte y disfruta de la vida"? Algo así -y muchas otras cosas más que se nos ocurrirían a todos-, ameritarían mucho más nuestro respeto de laicos sosegados, y así lo demuestra Eco, que pone contra las cuerdas a Martini en materias mucho más sensibles, como el aborto, el sacerdocio femenino o la justificación en general de la superación del nihilismo desde un punto de vista inmanente. El resultado: la iglesia podrá tener mucho por hacer desde sus propios presupuestos prácticos, pero -aquí se ve claro- ya no tiene nada que decir en el plano teórico ni mundano.
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