¿QUÉ pasa con «Bolonia»? ¿Por qué ha saltado de pronto a la opinión pública el ya largo proceso de adaptación de la Universidad española al Espacio Europeo de Educación Superior (EEES)? Como tantas veces, resulta desesperanzador comprobar que la Universidad sólo sale a la luz pública cuando en su seno se produce algún género de «incidentes», como los protagonizados no hace mucho por las nuevas formas de movimiento estudiantil. Pero es el caso que la Universidad lleva ya casi diez años metida en el proceso de cambio estructural más decisivo de los últimos tiempos, sin que nadie haya mostrado interés -empezando por los propios universitarios- en suscitar el imprescindible debate público acerca de las carencias reales de la Universidad española y en qué medida el EEES viene a colmarlas. Las tecnocracias universitarias dominantes han procurado llevar adelante el proceso sin la participación real de la comunidad universitaria, a la que consideran refractaria, en su mayoría, a los cambios que desean introducir. Si a ello se añade la tradicional indiferencia de profesores y estudiantes ante todo lo que viene «de arriba» (tras la experiencia de tantos cambios, el pensamiento de que «en el fondo nunca pasa nada» es ampliamente compartido), se comprende que sólo al final, cuando ya es muy difícil iniciar una reflexión seria, el asunto haya trascendido a la opinión pública.
Las autoridades académicas -Ministerio y rectores- se muestran sorprendidas de la contestación al EEES, cuando éste, nos dicen, sólo significa homogeneización de estudios y titulaciones y facilidades a la movilidad de profesores y estudiantes. Si la «Bolonia española» fuera en realidad sólo eso, objetivos loables a los que nadie se opone, habría bastado, por ejemplo, con adaptar las diplomaturas actuales de tres años al grado y los dos últimos cursos de la licenciatura a los nuevos másteres, lo que habría comportado modificaciones importantes, pero nunca la total remoción de las titulaciones y la elaboración (¡otra vez!) de nuevos planes de estudio. Parecen olvidar toda la confusión, la improvisación y los supuestos no declarados que han dominado todo el proceso. ¿Se acuerdan ustedes del tiempo perdido en elaborar un nuevo catálogo de titulaciones? ¿Del trabajo desperdiciado por decanos y profesores en confeccionar los mínimos comunes de los planes de estudio, para luego abandonar ambas cosas y dejarlas al arbitrio de las Universidades? ¿Y de la absurda implantación obligatoria del posgrado antes de estar aprobados los grados? Aferrarse, en estas circunstancias, a una supuesta desinformación como causa primera de la contestación a Bolonia resulta pueril, además de inútilmente autoexculpatorio, pues Bolonia lleva ya diez años y bien podían haber inundado la Universidad de información si se lo hubieran propuesto.
No, la realidad es que los sucesivos gobiernos, con el silencio cómplice apoyo de la CRUE, han tomado el EEES como ocasión propicia para llevar a cabo un cambio de modelo de Universidad sin la discusión pública exigible en una sociedad democrática. Son demasiados los aspectos que merecerían una consideración detenida, pero ahora es urgente sacar a la luz, para su general conocimiento, dos supuestos básicos que están conduciendo de facto la «Bolonia española»: la conversión de la Universidad en una especie de Centro de Formación Profesional de Grado Superior y un modelo pedagógico uniforme acorde con él. Sin hacerse cargo de ellos no se entiende el recelo ante los planes ministeriales que se extiende hoy por amplias capas de profesores y estudiantes.
Mucho antes de la puesta en marcha oficial de Bolonia, era ya una idea fija de las autoridades universitarias en general que la Universidad se estaba quedando anquilosada en estructuras que no respondían a las nuevas necesidades sociales. La «sociedad del conocimiento o de la información» era el rótulo genérico que cubría esas nuevas necesidades. Ahora, con el proceso de Bolonia, se ve claramente que de lo que se trata en realidad es de adaptar lo esencial de la vida universitaria (docencia, formación cultural e investigación) a las exigencias cambiantes y aceleradas del mercado de trabajo; de ahí que el concepto de «empleabilidad» sea una constante de las declaraciones e instrucciones que emanan de las instituciones encargadas de la reforma universitaria. Una «empleabilidad» que ya no tiene como referencia las tradicionales «profesiones» (médicos, abogados, ingenieros, profesores, economistas, farmacéuticos), a las que se vinculaba la enseñanza universitaria. Se trata más bien de encaminar la enseñanza superior hacia la «flexibilidad», la palabra mágica de las nuevas exigencias laborales y hacia la formación continua, el reciclaje permanente necesario para asimilar el cambio constante introducido por las «nuevas tecnologías». Los temores a la «privatización» de la Universidad, tienen su asiento aquí, en la traducción a criterios de calidad, exigibles para la aprobación de títulos y proyectos, de estas exigencias de «empleabilidad» inmediata y de financiación externa, cosa que ya estamos viendo, y no en un supuesto e inverosímil paso a manos privadas de las Universidades públicas. Es la restricción («privatización») del saber que la Universidad debe crear y transmitir a esta preparación inmediata para el mercado laboral lo que produce amplio rechazo. Un temor que en las carreras de Humanidades se hace opresivo, dada la percepción social tan extendida de la «inutilidad» de tales saberes.
El segundo supuesto, estrechamente vinculado a éste, es que esa adaptación a las nuevas exigencias del mercado requiere un nuevo paradigma educativo, según instrucción explícita de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad (ANECA). El punto de Bolonia en que se apoya esta exigencia es el sistema de créditos basado en el trabajo del alumno, sistema que «es sólo el reflejo de un cambio de mentalidad en el planteamiento de la enseñanza y el aprendizaje». Este misterioso paradigma, nunca oficialmente explicitado por nadie, es uno de los lugares comunes más operativos de la reforma puesta en marcha. Esgrimido como arma por pedagogos y tecnócratas, sentido como amenaza por gran parte de la comunidad universitaria, nadie ha salido a explicar por qué es necesario y en qué consiste, con lo que la confusión y el recelo aumentan. Pero en el fondo, si se leen documentos esenciales, como el Programa Tuning, elaborado por varias universidades europeas e inspirador de la reforma, se ve con relativa claridad que se trata de un modelo educativo en el que los contenidos específicos de conocimiento, propios de las disciplinas científicas, en los que se basa la enseñanza actual, pierden valor frente a las competencias, habilidades y destrezas, es decir, a las capacidades que el estudiante, llegado a su situación laboral, puede ejercer en un momento dado. Este es el resultado que se espera de la formación. No se trata de saber, sino de poder ejercer. Basta echar un vistazo a las competencias genéricas, extensibles a cualquier título, que describe el citado Proyecto Tuning para hacerse una idea de en qué se piensa: capacidad de liderazgo, capacidad de trabajo en equipo, capacidad de planteamiento y resolución de problemas, gestión de proyectos, capacidad de comunicación. La similitud con las demandas de los Departamentos de Recursos Humanos de cualquier empresa es patente.
Estas dos ideas, someramente expuestas, han actuado y actúan como directrices implícitas de la reforma. Es claro que no son, como algunos pretenden, la representación misma del mal, pero, si conforman el fondo de la implantación española del EEES, tienen que ser debatidas públicamente y no introducidas subrepticiamente mediante reglamentos, formularios y fichas. Afortunadamente los aires están cambiando y ahora es probable que oigamos que nada de esto constituye Bolonia. Pues bien, justamente eso es lo que muchos, que llevamos años sosteniendo la validez inicial de Bolonia, queremos oír decir: que la «empleabilidad» no va a constituir un criterio determinante en la evaluación de las titulaciones, que la calidad de éstas se mide ante todo por criterios intrínsecos a la docencia e investigación, que el nuevo crédito europeo no impone un determinado modelo pedagógico, que la extraordinaria burocratización de la vida universitaria, que no ha hecho más que empezar, no es una consecuencia directa de la reforma, etc, etc.
Por ello, es imprescindible despejar la nebulosa que cubre la trastienda de Bolonia, deshacer todos los errores cometidos al socaire de su implantación y liberarla de las adherencias interesadas que ha recibido en el camino. Pero probablemente ya es demasiado tarde y, una vez más, pasados los actuales efluvios, la incompetencia de los órganos competentes, la inercia, el desánimo y la indiferencia reducirán a la nada otra oportunidad de mejora real de la Universidad española.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario