miércoles, 28 de marzo de 2012
La fama cuesta..., y II
... a menudo la vida. Haciéndose como se hace el individuo más real en proporción al incremento de su fama, termina por emitir un brillo superior a sí mismo, para el cual raras veces se puede estar verdaderamente a la altura. Toda clase de excesos (http://es.wikipedia.org/wiki/Hibris) y la destrucción propia y ajena nacen de este desfase. Las decisiones a tomar se vuelven locas, todas dirigidas a mantener el estatus. El descanso desaparece. El trato fluido y generoso con la gente cercana peligra seriamente. La sombra que se arroja es más larga que uno mismo, y hay que pasarse la vida tratando de alcanzarla a saltos. Llega un punto en que la línea entre fama e infamia se hace indiscernible. Ya no importa ni la reputación, que era el depósito sobre el cual se abría esa línea de crédito que era la gozada fama. Undargarín pone tierra de por medio a Washington y aquí no ha pasado nada. Whitney Houston no tenía guardaespaldas que la protegiera de sí misma y su imagen. En conclusión, a ese que yo entiendo el más extendido motor de la humana acción hay que tratarlo como un poderoso tóxico con el que embriagarse a pequeñas dosis para ir acostumbrando el cuerpo: en caso contrario, ni todas las miradas del mundo centradas sobre tí podrán evitar tu disolución.
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«Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco.»
ResponderEliminarY qué pasa con los que ya estamos zumbaos... ¿seremos inmortales?
Sólo Amarras tras romper su reloj parado.
ResponderEliminar¿Y a ti quién cojones te ha dicho que mi reloj estaba parado? ¿Qué coño sabes tú de nada?
ResponderEliminarAquella gitana no era más que una jodida mentirosa... todos sois como ella... pero ya os cogeré yo, sobre todo a ese cabrón sabelotodo que me lleva y me trae...
Dian Fossey sabría qué hacer contigo, yo no.
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