¿Conocéis el chiste? Un amigo le dice a otro: "Tío, ¿te acuerdas de aquella vez que estuvimos en el Amazonas, y para cruzar el río construímos una balsa, y a mitad de camino fuimos atacados por los cocodrilos, y tú luchaste con uno, y le sujetabas el cuello con un brazo mientras que con el otro le metías el remo en la boca?"; a lo que el amigo responde: "Pues ahora no caigo, mira". El chiste -libremente recreado- es tan bueno porque ciertos sucesos son en sí mismos memorables, y resultaría ridículo nivelarlos con cualesquiera otros por muy tergiversados o exagerados que se cuenten. Esa es la base eterna de la grandes narraciones, históricas o ficticias, si es que hay diferencia entre las dos. El relato corto, en cambio, es una invención más reciente que consiste en fijar esos "cualesquiera otros" hechos pequeños e irrisorios que en sí mismos no tendrían relevancia hasta que el ojo clínico del escritor los realza para obtener de ellos verdades de mayor amplitud. El escritor de relatos -la metáfora es de uno de ellos- es "el hombre de la multitud" de las ciudades modernas, que persigue otras vidas aislándolas de la muchedumbre, para devolverlas al término una vez más a la multitud indistinta. Se pueden tomar muy seriamente las recomendaciones de Chéjov, Quiroga u otros, pero, en mi opinión, sólo situándose -sólo perdiéndose- en la multitud urbana se escribe la primera palabra de un cuento moderno (¿fue Benjamin quién lo dijo?)
viernes, 19 de noviembre de 2010
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