jueves, 11 de noviembre de 2010
A moco tendido
Lessing escribió en Laocoonte que "Homero enseñó que únicamente el griego, que es un hombre civilizado, puede al mismo tiempo llorar y ser valiente". Como era de esperar, se equivocaba solo en el "únicamente", pues luego Huizinga nos refirió en El otoño de la Edad Media múltiples episodios de copioso llanto entre los rudos e incultos señores feudales. Y es que el llorar siguió siendo una prerrogativa no exclusiva de la mujer hasta mucho después de aquellos entonces, pero se diría que los guerreros dieron en esto el relevo histórico a los poetas, de manera que está muy equivocado quién piense que de siempre ha habido pudor en la lágrima para el varón: sencillamente devino incompatible con el "ser valiente" en las refriegas bélicas, pero hay muchos tipos de refriegas... E incluso tal prohibición en la manifestación incontenible de la emoción -sea de alegría o sea de aflicción, no hay que ser reduccionistas- es posible que se deba fundamentalmente al estoicismo, sin duda el mainstream de la exteriorización del carácter individual en Occidente, y una auténtica remora a estas alturas ya del segundo milenio. Porque es exasperante que ya no seamos patilludos caballeros británicos de Su Majestad la reina Victoria y sin embargo todavía identifiquemos masculinidad y machotismo con dureza e insensibilidad, pese a que otras alternativas de practicar la hombría hoy tan familiares hayan roto hace tiempo de un tirón con esas viejas cadenas. Lo decía el cartel con que se anunciaban los tebeos de Cónan el bárbaro: "hombre de grandes alegrías y de grandes pesares"; bueno, no hay por qué ser tan grande en todo, pero tampoco confundir el autocontrol con la sequedad de alma o con la mala hostia a lo Pérez Reverte. Eso sí, nunca en este blog... (que el alma la tiene de tango si es que la tiene).
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