Escribe, ahora que puedes, encima de estas teclas que son como callejones oscuros. Habla de la luz, sueño de asfalto con muchos coches mojados, pero sobre todo de esas máquinas que pisaban arena con sangre mientras una chica bailaba en Andalucía. Tu tierra es allí donde te mareas. Tu silencio es la afonía en una mansión de árboles tan verdes como el nacimiento de un niño. De repente, mueres. De repente, matas. Y cuando sales de este bosque de cabezas gachas por la timidez, te encuentras con otras ferias que sonríen al mirar mejillas avergonzadas. Todo empezó un día de lluvia. El hombre del paraguas, guardián de las puertas victorianas, esperaba la llegada de los cazadores.
Sube esas escaleras que van más allá de las paredes multicolor, aprende cada rincón del agua, llora al acariciar los postes, pero no los cortes como un indio tísico. Los focos son las junturas de los esqueletos. Todas las palabras se fabrican en un anónimo banquete de adjetivos que se vierten sobre tarrinas de veneno. La primavera es mirar unos ojos de hierba. Una guitarra que olvida el código de sus teclas es el verano. El invierno es como un refrán que no existe. Tampoco el amor. Y, sin embargo, besarás esa nariz que brilla como el viento, o sea, la nariz de una mujer invisible, un fantasma sin alas; aunque los fantasmas no vuelen más que en inminentes pesadillas con forma de luna.
Vivir en la noche es ser pegajoso como un charco. Todas las semanas comprendo a los días que quieren ver salir agua del grifo cuando lo que beben no es más que aire. O besar dragones en vez de estrellas. Los dragones son verdes como las plazas en las que pasea la muerte consonante. Copas nacionales o copas inmigrantes. Vale más lo que viene de fuera, aunque, luego, en las avenidas, te escondas bajo cartones de vagabundo para no darle la mano a un ladrón de células.
¿Tú has besado alguna vez tu propio cabello? No, ni tampoco sabes lo que es un cuerpo. Alguna vez, acaso, has salido de un sex shop: inevitable encontrarte entonces con la chica que te gusta. Te sonreirá tímida, pero no olvidará, cuando te vea en clase, el rubor manga de tus pómulos. Hombres, mujeres, niños que hacen el papel de humo en los carteles mientras los párpados se van cerrando como unos labios sobre unos labios o una espada sobre un corazón de silencio. Ebriedad: ruido de fontanería, luces de amarillo que parpadean como en una mortandad existencialista, odas de sueño. Sobre todo, odas de sueño.
La lengua es una rama seca que cuando pide agua habla en dialecto vodka. Quererte es fácil en el momento en que te vuelves miope. Escribir también es fácil, porque no eres tú quien decide cerrar la prosa con un “sin ti” que vale su peso en risas. Cuándo fue la última vez que tuviste miedo. Te has equivocado tres veces al escribir el “pin” en el móvil. Tarjeta sim bloqueada. Si viniera un huracán, no podrías explicar a su sombra que te has perdido, como un pozo no puede convencer al guerrero de que tendrá sed si se lleva toda el agua. Una pared blanca. Un susurro negro. Una cortina de ojos legañosos. Amanecer es igual a sacar una fotografía a un grupo de extranjeros que corre por los árboles como una gacela posesa de amor desesperado.
Acentúa todas las palabras. “Con lo bonito que sería un teatro o un cine...”. Bonito para el acomodador o para el telón que se baja o sube al compás de unos aplausos. Poco a poco vas encontrando tu lugar en el mundo. Tu lugar es una regresión que te lleva al tiempo en el que los peces saltaban en placentas divinas. Es un pentagrama exiliado de su orquesta, pero también puede ser descubrir que tu voz es ronca, que tus manos tiemblan, que el amor empieza cuando escupes ranas sobre la civilización de los versos. Los números del día son en la noche caricias. Los libros de la tarde no pueden hacer nada contra esa piel que te toca. Que te beses en el espejo duele cuando unos ojos se acercan a tus ojos como cíclopes en llamas. ¡Anda, háblale a esa chica de Shakespeare o de Beethoven! La raza de la noche es el movimiento: no hace falta pasado ni futuro.
Después, claro, viene la amnesia. Alguien te dice: “Calcúlame cuándo tarda en consumirse una vela”. Y descubres de repente la ciudad tras las cañerías, la sonrisa roja de una mujer que posó como virgen en un supermercado o a esos cadáveres que los humoristas sacan de los ladrillos viejos para viajarlos en ambulancia sin ruedas. La muerte es tan escrupulosa... Sábanas blancas, macetas que te caen en la cabeza como gotas de lluvia palestinas. Vivir en un jardín recoleto o un laberinto; pero mejor vivir alrededor de una mesa de espuma que te suba las mantas hasta los ojos a la hora de dormir.
Esta noche he visto calles levantadas de tristeza, raíles que se desangraban en vómitos, una soledad que se entregaba a la resurrección de los sifones mohosos. Tocas en el piano una canción infinita que deshace los relojes en rimas fáciles como la carne apretada. Y, al final, la misma calle, las mismas orejas, los mismos brazos que escaparon de las granadas por preferir el zumo de lima limón.
Si no tienes edad de retirarte a las montañas, si todavía puedes volar a reinos de comepiedras... no quieras envejecer ni ser el personaje de una novela. Tiempo habrá de comprar bastones en los chinos o de aprender a morder pipas. Tiempo habrá de poner el despertador a las seis de la mañana para acribillar los nervios en una danza ciega. Tiempo de pintar en los cristales. Si alguien te pide perdón, no lo mires; si alguien te vende sus manos, no las aceptes porque pueden ser las manos de un cadáver; si ves que te cierran los ojos, duerme antes de que sea demasiado tarde.
Desde niño, los jeroglíficos lo apabullaron con un lenguaje incognoscible para que no hubiera pillo capaz de adivinarlos. Él, qué demonios, no era Champollion. Ni le gustaban los champiñones.
No recuerdo dónde leí que el surrealismo no consiguió, como vindicaba con Rimbaud, "cambiar la vida", pero que logró oxigenarla bastante.
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