La prematura muerte por tuberculosis del estadounidense Stephen Crane (1871-1900) nos privó de conocer las fronteras de un estilo redondo y audaz que la crítica de su país emparentó con el movimiento naturalista. El éxito de La roja insignia del valor (1895), una novela ambientada en la Guerra Civil americana, ha eclipsado otros títulos que confirman el carácter innovador de su obra, como estas Historias de Nueva York que ahora recupera la editorial cordobesa El olivo azul, con prólogo de Juan Bonilla. “Crane estaba enamorado de la realidad. No consentía en darle un ápice de importancia a la imaginación ni a la fantasía”, apunta Bonilla; y ese apego a la realidad, a la calle, se testimonia en cada uno de los once relatos que conforman este volumen. ¿Relatos? Las fronteras aquí son difusas. Crane salía a pasear en busca de una “epifanía” que se consumara en una historia, sin importarle que el resultado se sometiera al clásico esquema de principio, nudo y desenlace. Tampoco, es cierto, podemos encasillar estas piezas en el género del reportaje, pues las anécdotas suelen ser tan livianas, que carecerían del menor interés informativo. En vida, sus piezas breves se designaron con el nombre de sketches –alumbró más de 300–; y Crane nos parece hoy un fotógrafo que, a través de cientos de instantáneas caleidoscópicas, capturó el pálpito de la ciudad.
Historias de Nueva York se abre con la escena de un atasco causado por un leve accidente de carruaje: la excusa permite a su autor presentar a una curiosa galería de tipos que van del inoperante al resolutivo, pasando por los simples testigos. Y se cierra con un artículo publicado en el New York Journal del 20 de septiembre de 1896 acerca de una prostituta injustamente acusada de ejercer su oficio. De nuevo aparece en este relato la figura del testigo, solo que en este caso el observador es el propio Crane.
Gracias a su mirada, que buceó en los barrios más sórdidos de la ciudad con un positivo afán de denuncia, Nueva York se asoma más cercana y accesible. Varios sketches muestran el infortunio de unos ciudadanos de “segunda” en una metrópoli “de primera”. Así, algunos relatos se fijan en la fragilidad de la infancia (Un niño siniestro, Un gran error, Un perro marrón oscuro); otros en la vida de los indigentes (Experimento sobre la miseria, Los hombres en la tormenta); un tercer grupo plasma las distintas reacciones de los individuos ante una situación fuera de lo común (El carruaje averiado, Cuando un hombre cae, se forma una multitud, Elocuencia del dolor, Aventuras de un novelista), mientras que un par de ellos exponen sin ambages los intereses morales de este excepcional cronista y paseante (El día libre del señor Binks –un cuento de una modernidad absoluta–, y Experimento sobre el lujo, que contiene una crítica muy ácida sobre la clase pudiente).
Este conjunto de relatos, publicados por Penguin Classics junto con Maggie, una chica de la calle (título que este mismo año ha visto la luz en el sello Terapias Verdes/Navona), supone una buena aproximación para adentrarse en la obra del padre de La roja insignia del valor, que tanta influencia ejerció en la literatura americana del siglo XX.
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Ya Dickens redactaba sketches (by Boz), pero desconozco si tenían este estilo. Por lo que algunos tiene de lacrimógenos y sociales, supongo que alguna comunidad de intención entre aquellos y estos tendría que haber. Además, el naturalismo como programa siempre tiene algo de falaz: es imposible que Crane haya seguido varias semanas las desventuras domésticas del perro marrón oscuro. La Pardo Bazán nunca afirmó que Los Pazos de Ulloa fuese pura realidad, sólo que podría serlo. La modernidad de estos relatos, creo, estriba más en las imágenes que emplea el escritor, no sólo por ellas mismas sino por el uso que les da. Hay que leerlo, en cualquier caso (Experimento de la miseria es fantástico como lección de realidad, por ejemplo) , pero a sabiendas de que el carácter norteamericano es proclive a exponer la denuncia sin por ello proponer ningún cambio real en la política -todavía menos revolucionarios y más reformistas que el propio Dickens.
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