Tiempos brutales los de la Roma augusta, pero de una crueldad y rudeza descarnadas, festejadas y expuestas sin gazmoñerías a la luz del tibio sol de marzo; mujeres-esclavas y mujeres-lobas, en una duplicidad sin tensiones internas, asumida sin temblores y peligrosa como un vicio; la alta política como una baja pasión, deseada por los mejores y gozada por los peores (sólo César era César), una cucaña fabricada de gloria y untada en sangre; y la Historia, un río desbocado despeñandose entre las colinas de la urbe, impávidos dioses que se cansaron, cierto día, de jugarse a las tabas de los muertos la suerte de los vivos...
Pero dicho así suena todo como a culebrón de teleserie, y, de hecho, parece que ahora van a convertirla en película usando de los servicios del Di Caprio -difícil adivinar en qué papel-, nada que ver en conjunto con lo que concibió allá por los cuarenta Graves. Él, que se decía incapaz para la ficción, lo fue en realidad para el melodrama, y así los dos Claudios lo que destilan entre millares de incidentes es más bien un sentido de estado, el imperial antiguo heredero de Grecia, que hacen de ellas unas novelas verdaderamente históricas, en el otro sentido de la palabra, hechas para leer y releer cuando los booms editoriales nos llenen de hastío.
lunes, 25 de octubre de 2010
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